Un gran porcentaje del turismo que visita Roma lo hace para vivir una experiencia artística, que más de una vez transita los mismos caminos que la experiencia religiosa.
Antiguamente, los artistas trabajaban para la iglesia: los papas eran mecenas de artistas, los protegían, les pagaban, coleccionaban arte. Las obras están a la vista: los 12 Apóstoles esculpidos en San Giovanni en Laterano, el Moisés de San Pietro en Víncoli, el coro sobrio de Santa María del Popolo, el Baldaquino de Bernini en San Pedro y, sobre todo, El Juicio Final que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, hace unos 500 años.
Hacia allá voy para vivir mi experiencia artística romana. Primera meta: resistir la fila de un kilómetro para entrar a los Museos Vaticanos. Calor. No traje paraguas de sol como la señora de adelante. Mal hecho. Segunda meta: pagar los 15 euros de la entrada. Tercera: dosificar la energía porque los museos son inmensos y lo mejor, dicen, está al final. Cuarta meta: lograr un lugar en la masa turística.
Durante todo el recorrido, siempre, hay gente. Adelante y atrás. A un lado y a otro. Gente con cámaras de fotos, mochilas, sombreros; gente que habla en muchos idiomas; gente en grupo –los guías llevan una flor para identificar a los suyos– gente sorprendida, cansada, apurada, lenta; gente en modo “inercia”. En los Museos Vaticanos, la gente tiene tanta presencia como el arte.
La masa me lleva, me empuja suavemente y sin pausa. Parecemos el caudal de un río tranquilo. Las pinturas, los tapices, las esculturas pasan como los títulos al final de las películas. Difícil detenerse sin que las alemanas de atrás no me arañen los talones con sus Birkenstock último modelo. Resisto porque quiero llegar a la Capilla Sixtina, allí donde se reúne el cónclave de cardenales que elige al nuevo pontífice; allí donde Miguel Ángel trabajó durante años en su obra máxima y polémica.
En el camino pasan obras de Botticelli, Rafael, Rosselli. También me pasa el tallo de una rosa –sin espinas, menos mal– a un centímetro del ojo izquierdo. Es que la guía del tour japonés revolea su flor sin precaución ni elegancia. Debería llevar atrás una P de “Principiante”, como los conductores que recién sacan la licencia.
En los Museos Vaticanos, en la Fontana de Trevi, en las escalinatas que llevan a la Piazza di Spagna, posiblemente en todo el casco histórico Roma convive con el cliché turístico. O debería decir: Roma es un cliché turístico. El arte, la pasta, el carácter, la intensidad, todo lo que Julia Roberts en su papel de Elizabeth Gilbert va a buscar en Comer, Rezar, Amar allí está. En envase diseñado para turistas, eso sí.
Finalmente, el recinto esperado: la Capilla Sixtina. Luz de penumbra para no dañar las obras de arte. En este espacio, la gente no circula. Está permitido quedarse, permanecer. Tres hombres de seguridad vigilan que el volumen del murmullo se mantenga bajo, que nadie saque fotos, que la gente no se siente en el piso. Pero no entienden que estamos agotados, que Roma es eterna y hace cinco días que caminamos para comprobarlo. No comprenden que a pesar de haber dosificado la energía no podemos más.
De repente, la capilla más famosa del mundo parece un restaurante sin acústica. El murmullo escala, se eleva por la emoción ante la belleza de la bóveda. Ahora, la masa turística contempla el fresco en el que Jesús separa a justos de pecadores. Las bocas se abren, la mandíbula se cae, el cuello gira hacia el techo, el mentón mira arriba, los hombros sueltos y los brazos en torsión para fotografiar los frescos renacentistas. Si mi profesora de yoga nos viera, nos felicitaría.
Pero los empleados de seguridad de la Capilla Sixtina no comulgan con las prácticas yoguis y perciben la imagen como una estampita del descontrol. Entonces, arranca un coro de chistidos para llamar al silencio. Hacen levantar a los que se sentaron en el piso y retan a los que pescan sacando fotos. Les pegan un grito, como a los hijos de mis vecinos cuando hacen travesuras. Un poco por susto y otro por cansancio volvemos a circular, con El Juicio Final todavía en la mirada y olor a masa turística en la piel.
(Escribí esta columna para el suplemento Tendencias, del diario La Tercera, de Chile)