Ángel C. fue mi chofer patagónico. Parco, atento, alrededor de 60 años; gorra de beisbolista, fanático de las piedras de Santa Cruz, al punto de cargarse un baúl de ellas para hacer futuras decoraciones.
Hubo una jornada muy larga. Era medianoche y todavía andábamos por caminos de ripio. El fotógrafo iba dormido en el asiento de atrás. Después de varios días, quizás abrigado por el clima de intimidad y la noche oscura, por primera, vez Ángel me contó una historia. Esta historia.
Su madre, chilena de origen, llegó de pequeña a la patagonia argentina, tendría unos quince años. Hizo toda su vida allí, le tocó una vida dura, se quedó viuda de joven y nunca volvió a estar con otro hombre. Después de 50 años sin regresar a su país, la madre de Ángel un día volvío a Chile.
En el barco que la llevaba a Chiloé se puso a conversar con una mujer toda elegante, vestida con pieles, sombrero y botas altas. Las señoras se contaron sus vidas. La mujer elegante era una chilena que vivía hacía 50 años en Suiza. Palabra va, coincidencia viene, que cómo es su apellido, no me diga, el mío también. Resultó que las mujeres ¡eran hermanas! Sí, de película. Después de abrazarse y llorar y todo eso, la suiza la invitó a visitarla alguna vez en el país del chocolate y los bancos.
A la madre de Ángel no le gustaba dejar su casa más de dos o tres horas, pero le prometió que iría. Pasaron los años y un día, a los ochenta y pocos, se levantó entusiasmada y decidió que viajaría a Suiza.
Entonces, Ángel la llevó a sacarse el pasaporte por primera vez. Hicieron la fila larguísima y completaron el formulario; la señora se sacó la foto y llegó, finalmente, a la instancia de las huellas digitales (a esto Ángel le llamó tocar el pianito). Le pintaron los diez dedos de negro y cuando los estampó en el papel, la funcionaria levantó la vista y la miró a la señora y después a Ángel. No dijo nada, lo volvieron a pasar, una vez más y otra.
– Cinco veces le hicieron tocar el pianito y no se lo dieron, me dijo su hijo angustiado, sin soltar el volante, con la mirada fija en el ripio.
– ¿Por qué, Ángel, qué pasó?, le pregunté.
– Se le habían borrado las huellas digitales.
(Lo sé, este post debería venir con pañuelos descartables. Como los que hay en consultorios de psicólogos que la mamá de Angel nunca visitó. Aquí tienen, pues.)