Una vez vi una película holandesa sobre un vestido de verano que se vuela del jardín donde se seca al sol. Así empieza la historia. Va pasando por distintos cuerpos, roperos, lavaderos, mujeres. Hay paradas llenas de gloria y perfume y otras tristes, y hasta alguna peligrosa. En el viaje, el vestido floreado acumula capas de vida.
Quizás porque se intuyen esas capas, me gustan las cosas usadas. Porque cuando encuentro algo especial en una feria, en un cachureo, en un cotolengo me parece que lo rescato. Que entre mil, es ese. La palabra rescatar tiene un sentido heroico aunque sea el rescate de una jarra de cerámica con una flor rosa que alguien que no conozco modeló, pintó y horneó. La compré en una feria improvisada de un templo de Siracusa. Había percheros con ropa, collares viejos, una mesa de noche estilo Luis XV y la jarra antigua. Tiene una rusticidad campestre, me imagino que se usó en almuerzos al sol, con mantel a cuadros en una terraza rodeada de glicinas. Es una jarra de agua, aunque también podrían haber decantado un Chianti para recordar.
Las cosas del templo de Siracusa las vendía una mujer rubia que recaudaba euros para comprarles bicicletas a unos niños pobres de Zanzíbar. Había fotos de su proyecto y de los niños. Cada visitante se llevaba los objetos que le interesaban y dejaba el dinero que quería en una lata. La jarra era de ella, la había comprado hacía años en una feria de antigüedades.
Rescatar es editar. Y para eso se necesita buen ojo y criterio. En un rescate hay solidaridad con el medio ambiente y con el pasado. Con el rescate se interrumpe la marcha hacia el olvido, las polillas y el olor a viejo. Es un volantazo en el destino de esa jarra que hoy está llena de astromelias en mi living, del otro lado del Atlántico.
Los negocios de cosas usadas se llaman de segunda mano, y también me gusta esa expresión. Creo que los de primera mano están incompletos. Les falta la segunda. Me pregunto si está bien que lo usado sea más barato, con toda la historia que lleva, ¿no debería venderse al doble?
Qué asco, me dijo una amiga, ¿te vas a poner esa camisa? ¿Y si fue de una muerta o de una asesina? Me la voy a poner, sí. Antes la lavaré con jabón suave para ropa fina, después la secaré al sol y mañana la usaré. No importa de quién fue, mi súper lavado la deja nueva. Usada nueva, lo voy a agregar a la lista de oximorons.
El rescate es un punto de partida para investigar. Cuando en la feria de garaje que está cerca de casa encuentro un plato que me gusta lo doy vuelta para ver el origen. Muchos tienen el sello Made in England, como ese de cerámica blanca gastada con finas grietas, elegante craquelé, en un costado. Lo rodea una línea de un azul sólido. Se llama bleu du roi, el nombre del color viene de la época medieval, era el azul que usaba la guardia real. El platito de la feria, una línea directa a Francia.
Entonces cuando viajo, me doy una vuelta por los charity shops, thrifts, ejércitos de salvación y op shops, como los llaman en Australia, en alusión a oportunidad. Eso son: minas de oportunidades. Cuando voy a Santiago, reservo un par de horas para revisar percheros de la calle Bandera. La última vez encontré un suéter verde de cuello bote. Un suéter que cada vez que lo veo pienso que fue hecho a mi medida. Es tan mío que resulta absurdo que alguien lo haya usado antes. Aunque sea de segunda mano.
En la película holandesa, el vestido que pasa de cuerpo en cuerpo no es portador de buena suerte porque vuela hacia un destino y necesita llegar cueste lo que cueste. En mi película, el destino es el tránsito. Y ya es mañana, así que llevo puesta la camisa que horroriza a mi amiga.
Esta columna se publicó en el diario La Tercera, de Chile, en noviembre 2017.