Luis Ini es un periodista argentino que vive hace algunos años en Madrid.
Antes vivió en Las Palmas de Gran Canaria y antes de eso en Buenos Aires, pero el 11 de septiembre de 2001 estaba en Miami, y una semana después en Nueva York.
A continuación, dos recuerdos suyos sobre aquellos días turbulentos, días en los que todos recordamos dónde estábamos y qué hacíamos.
«El martes 11, por la mañana, estaba en Miami, visitando a un amigo que no veía hacía mucho. Nos subimos a su coche y fuimos para una tienda que él tenía en las afueras. «Pero antes -me dice-, tenemos que pasar a buscar a mi empleada». Resultó ser la hermana de un famosísimo, e insuperable ex futbolista que hoy dirige una selección que antes, en algún momento, estuvo entre las mejores del mundo.
La chica, callada, se subió al asiento de atrás del coche. Callada estuvo durante el trayecto, unos veinte minutos en el que mi amigo y yo nos pusimos al día con nuestras respectivas vidas. Callada entró junto con nosotros al local, en el mismo instante en que sonaba el teléfono.
Era uno de los hermanos de mi amigo que llamaba desde Buenos Aires. “¿Qué? –oigo que le dice- ¿que un avión chocó contra una de las Torres Gemelas? ¿Y que después otro chocó contra la otra?”
A medida que lo escuchaba, mi sorpresa y consternación iban en aumento, pero de un modo incomparable cuando la silenciosa empleada suelta: “Ah, sí, antes de salir de mi casa lo estaba viendo por la tele”.
***
Llegué a Nueva York justo una semana después del 11-S. Mientras el avión se aproximaba a Manhattan, los pasajeros llenamos nuestra memoria con una imagen que apretaba el corazón. Allí, donde alguna vez hubo dos edificios considerados en su momento los más altos del mundo, estaba la fragua de una maciza, inmensa nube de humo.
Ese mismo día, después de dejar las valijas, fui con dos amigas al ground zero. El gentío era considerable; la congoja, un secreto compartido.
Había algunos que portaban barbijo, recuerdo de la tromba de polvillo no se iba de los barrios cercanos. Bastaba mirar los alfeizares de vidrieras y ventanas, para ver los restos, y, aunque parezca morboso, era inevitable pensar que no eran sólo del edificio, de su estructura o del mobiliario, volatilizados por el derrumbe.
En algunas esquinas de las inmediaciones había zapatos apilados, que algunas manos, al verlos desperdigados, espontáneamente habían ido acumulando en un mismo lugar. También espontáneos eran unos pequeños altares alzados en distintos puntos de la ciudad, con mensajes de solidaridad con víctimas y familias, velas, y fotos. La gente se paraba a mirar, a leer esos mensajes, a escribir los suyos, o simplemente se quedaba en silencio, como una muestra de respeto.
El año anterior había estado en la ciudad por primera vez, y me había fascinado la vitalidad. Otro era el ambiente ahora, claro, sin embargo, también se respiraba orgullo. Eso era fácil de descubrir por la gran cantidad de banderas nacionales, de todos los tamaños, que flameaban en cada esquina.
Tal vez el mejor símbolo de ese orgullo fueran las luces rojas, azules y blancas que coronaban el Empire State Building, edificio que otra vez, pero seguramente sin la misma jactancia, volvía a ser el más alto de la ciudad.
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