Las vacaciones en pareja podrían ser una modalidad más del turismo aventura, o incluso, de riesgo. En esta época en que se comparte más tiempo –con la pareja o los amigos– surgen momentos inolvidables, por bellos o por infernales . Lo avalan especialistas y los medios dan consejos sobre cómo sobrevivir en nuevos contextos y rutinas. A continuación, algunas anécdotas. De otros, claro.
Recuerdo el cuento del Cif. Almorzaba con una pareja de amigos que había viajado por varios lugares de la Patagonia, entre ellos Villa Pehuenia. Como estaba preparando una nota sobre ese lugar les pregunté cómo lo recordaban, qué les había llamado la atención del pueblito neuquino a orillas del lago Aluminé. Me imaginé que me contarían de los bosques de pehuenes, de los mapuches, del volcán Batea Mahuida. Pero no. Se miraron y después de soltar una carcajada, respondieron a coro: “el Cif”.
–¿El Cif?
Sí, se referían a un producto de limpieza para baños. Lo que más recordaban de Villa Pehuenia era una pelea, que con el tiempo tuvo nombre propio: el Cif.
Entonces el lugar, sea Villa Pehuenia, París o las Islas Caimán, corre el riesgo de opacarse por el velo de un mal recuerdo que no está producido por un robo, un accidente o un clima hostil sino por una pelea.
Una pelea en viaje logra que la mirada se malhumore y vacíe de sentido de lo que tiene ante sus ojos. No importa si es un lago increíble que por las mañanas se cubre de una bruma mística. No interesa si es playa o selva o una ciudad o un pueblo o un desierto o un volcán. El lugar puede ocupar el primer puesto en la lista de las Siete Maravillas, pero una pelea es capaz de destrozarlo en segundos. Con la fuerza de un huracán. Después, el recuerdo es un mal recuerdo.
Podría desaconsejar las peleas en viaje, pero sería una actitud descarada. Tal vez, recomendar una revancha. No de la pelea, claro, de la visita. Aunque quizás lo mejor sea abandonar la autoayuda y contar qué pasó con el Cif.
Resulta que después de pasar unos días en casa de unos amigos en San Martín de Los Andes, antes de partir, ella le pidió a él que por favor limpiara la bañadera con Cif porque después de ellos llegaban otros invitados a la casa. Mientras tanto, ella cambiaría a los chicos, haría los bolsos, prepararía el picnic. Pero él se quedó charlando y se olvidó completamente de la bañadera y del Cif. Ya estaban en la ruta hacia Villa Pehuenia cuando ella le preguntó si había pasado el Cif a la bañadera.
–¡Cómo que no la limpiaste!
–¿Y por qué no la limpiaste vos?
Entraron a Villa Pehuenia peleados. La discusión, como muchas, fue tonta pero una vez armada rodó descontrolada por las calles de tierra del pueblo andino. Y no hubo trucha a la manteca ni trekking ni balcón con vista al lago que pudiera detenerla.
Hoy, cuando mis amigos quieren ver en su cabeza la diapositiva de Villa Pehuenia no pueden enfocar. Intentan recordar pero enseguida aparece el Cif, parado entre los pehuenes y el Lago Aluminé como un gnomo maldito.
Los viajes pueden servir para descansar y tomar sol, pero también para separarse definitivamente. Mi prima suele recordar que ella decidió terminar con su novio en el Musée d’ Orsay, frente a un cuadro de Toulouse Lautrec que se llama Le lit (La cama) que muestra a una pareja que duerme amorosamente. “Puede sonar glamoroso, pero no lo fue: en esos momentos la mejor ciudad o el paraíso natural más bello pueden convertirse en el peor lugar del mundo”, dijo.
A veces, las peleas se superan, como en el caso del Cif. Otras, son irreconciliables. Unos años atrás mi amigo Enrico, su novia de ese momento, Leticia, y otro amigo decidieron recorrer Grecia. Antes de partir, el otro amigo anunció que se sumaría una amiga alemana. Y se fueron los cuatro en un auto alquilado. Enseguida, comenzaron los roces con la amiga alemana. Pero cuáles eran los problemas, le pregunté. Entonces contó que era ese tipo de persona que se queja de todo, que nada le viene bien. Lo peor, comentó, era cuando había que dividir las cuentas. Ella quería pagar solo lo que había comido, no colaboraba con la propina, medía todo. “Me acuerdo que los vendedores griegos eran insistentes y ella, en lugar de tomarlos con humor o paciencia, se enojaba y transformaba todo en una discusión”.
Habían pasado menos de diez días de viaje cuando los tres viajeros originales le comunicaron que no querían seguir viajando con ella. Ella lo aceptó sin problemas básicamente porque tampoco quería seguir viajando con ellos. Bajó sus valijas del auto y siguió sola su recorrido por Grecia. Ellos también.
Días más tarde, los tres amigos avanzaban por una ruta de montaña del norte del país que une los monasterios de Meteora cuando advirtieron que alguien hacía dedo.
Como tenían un lugar bajaron la velocidad. Estaban a punto de detenerse cuando advirtieron que la persona que estaba a la vera de la ruta era nada menos que ¡la alemana! “Entonces, en lugar de frenar, pisamos el acelerador sin mirar atrás y sin culpa”. Ella los insultó a la distancia.
A todo esto, el paisaje mitológico de bosques, monasterios y peñascos altísimos, se desplegaba con fuerza sagrada. Pero seguramente ellos no lo vieron.
Esta columna fue publicada en el diario La Tercera, de Chile.