Viajamos en el mismo avión de pocos pasajeros, pero recién la vi en el aeropuerto. Era regordeta, de ojos verdes brillantes. Tenía un pantalón azul y cara de enojada. Unos sesenta y pocos, el pelo recogido, tirante, como una bailarina. Su marido se comportaba como príncipe consorte, ella era la reina.
Íbamos al mismo hotel, lo supe cuando subió a la combi. Hotel Playa Tortuga, un todo incluido en el caribe panameño con buena piscina y un pulpo a la parrilla para recomendar. Temporada baja, poca gente.
La reina resultó ser ecuatoriana. Una ecuatoriana que vivía hace treinta años en loEstadoUnidos y poco le quedaba de la gracia de su país. Ni bien salimos del aeropuerto me saludó y después de intercambiar tres o cuatro palabras dijo:
-¿A usted le gusta esto? Yo no veo nada de bello.
Me pareció un comentario fuera de lugar por eso no me di vuelta para contestar. Seguí mirando por la ventanilla las palmeras, casas rústicas color pastel típicas de una isla del Caribe. En los colores, la música y cierto estilo despreocupado y caluroso las islas del Caribe se parecen bastante.
Esta mujer era de las que no necesitan respuesta para seguir hablando.
-Me dijeron que aquí había mansiones y mire… Nada de eso. Yo estoy buscando un lugar donde pasar los próximos veinte años y vine a ver aquí porque me dijeron era un paraíso. Traigo dólares pero hasta ahora no me gusta.
-A mí me gusta lo que veo -le respondí.
Habíamos hecho dos o tres kilómetros del aeropuerto y la reina tenía cara de asco. Como si hubiera visto un plato que no le provoca comer. Llegamos al hotel, bajé rápido de la camioneta para que no me hablara más. Me dieron la habitación número 23. Desde la terraza se veía el mar verde claro, algo parecido a los ojos de la reina que, como muchos otros gringos que me crucé, buscaba un lugar amable, barato y con sol donde vivir sus años de jubilada.
Prendí el ventilador de techo, puse la memoria nueva en la cámara y salí a andar. En el pasillo me los encontré, reina y consorte: les habían dado la 24. Por qué hacen eso, me pregunté, si el hotel está vacío. Deberían dejar por lo menos una habitación como zona de amortiguación.
Día de playa, de luz intensa, miles de palmeras, licuados de frutas, snorkel con peces amarillos y violetas, azules, naranjas con turquesa. Día de mar, de recorrido por islas desiertas. Después de tantas playas, uno vuelve bronceado, salado, emocionado.
Hasta la reina que buscaba refugio para la vejez estaba contenta cuando la crucé el segundo día. Igual se quejaba, siempre se quejó.
-¿Por qué hacen siempre el pescado frito? -le espetó a una camarera- Por qué no lo sancochan, ¿eh? Si quieren yo puedo enseñarles a hacer un sudado de pescado, me ¿oyes? Dícelo a tu jefe.
Cuando se enteró de que era periodista de viajes me pidió el correo para preguntarme dónde podría invertir sus dólares, quería que le escribiera si veía algún buen lugar para pasar los últimos veinte años de su vida.
-¿Y qué me dice de Argentina? ¿Dónde podría ser? ¿Cuánto vale una casa donde están las cataratas?
Por suerte, esa tarde ninguna llevaba birome y lo del correo quedó para otro día. Durante el resto del tiempo que estuve en el Hotel Playa Tortuga tuve dos propósitos: no llevar birome y tratar de esquivar a la reina ancha y a su marido retraído que por las noches roncaba como brontosaurio.