Otra isla a mediodía

El hombre de bermudas estampadas se acerca a la ventanilla y mira hacia abajo con interés. Estamos en un ATR 42, un avión a hélice para unos veintitantos pasajeros, aunque hoy somos diez. Apoyo la frente en la ventana y hago lo mismo. Entonces veo la isla larga, rodeada de arrecifes, y un mar de zafiros, turquesas y aguamarinas. La playa como una cinta blanca, techos, algunos botes pesqueros y una maraña de selva en el centro ondulado. El paisaje está en silencio, como en un cuadro. El avión sobrevuela Roatán, en Honduras, y no puedo dejar de mirarla.

Recuerdo a Marini, el personaje de La isla a mediodía, el cuento de Cortázar. El tipo era un auxiliar de abordo que en la ruta Roma-Teherán volaba sobre las islas griegas. Él miraba una sola isla, siempre la misma. Supo que se llamaba Xiros y soñaba con estar algún día ahí. Con cambiar su vida, olvidar el pasado y vivir de la pesca y con poca ropa en Xiros. La tripulación lo llamaba el loco de la isla porque cuando hacían esa ruta Marini dejaba todo para sentarse a mirarla. Era siempre el mediodía cuando sobrevolaban Xiros. Como ahora, justo el mediodía y tengo la mirada en la isla, que de repente se cubrió de nubes espesas. En Grecia no llueve tanto como en el Caribe. Me imagino que Marini nunca vio a Xiros entre nubes.

Escribí más sobre Roatán en la edición de diciembre de la Revista Lugares.

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Fronteras

Senegal Fast Food. Amadou et Mariam y Manu Chao.

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El olor de la tormenta

Este fin de semana estuve en la previa de una tormenta en el medio del campo. El cielo se puso negro y después azul dudoso. El viento golpeaba las ramas y asustaba a los pájaros que buscaban refugio en el monte de eucaliptus. Había olor, olores que se mezclaban y producían un olor único, el olor de la tormenta.

Antes de seguir con posts del Caribe, con Panamá y Honduras, un homenaje al olor de la tormenta a través de una descripción de Selva Almada en El viento que arrasa.

 

«Ese olor era muchos olores a la vez. Olores que venían desde lejos, que había que separar, clasificar y volver a juntar para develar qué era ese olor hecho de mezclas.

Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, si no de mucho más adentro, de las entrañas podría decirse. El olor de la humedad del suelo debajo de los excrementos de los animales, del microcosmos que palpita debajo de las bodas: semillitas, insectos diminutos y los escorpiones azules, dueños y señores de ese pedacito de suelo umbrío.

El olor de las plumas que quedan en los nidos y se van pudriendo por las lluvias y el abandono,junto con las ramitas y hojas y pelos de animales usados para su construcción.

El olor de la madera de un árbol tocado por un rayo, incinerado hasta la médula, usurpado por gusanos y por termitas que cavan túneles y por los pájaros carpinteros que agujerean la corteza muerta para comerse todo lo que encuentren.

El olor de los mamíferos más grandes: los osos mieleros, los zorritos, los gatos de los pajonales; de sus celos, sus pariciones y, por fin, su osamenta.

Saliendo del monte, ya en la planicie, el olor de los tacurúes.

El olor de los ranchos mal ventilados, llenos de vinchucas. El olor a humo de los fogones que crepitan bajo los aleros y el olor de la comida que se cuece sobre ellos. El olor a jabón en pan qeu usan las mujeres para lavar la ropa. El olor a ropa mojada secándose en el tendedero.

El olor de los changarines doblados sobre los campos de algodón. El olor de los algodonales. El olor a combustible de las trilladoras.

Y más acá el olor del pueblo mas cercano, del basural a un kilómetro del pueblo, del cementerio incrustado en la periferia, de las aguas servidas de los barrios sin red cloacal, de los pozos ciegos. Y el olor del mburucuyá que se empecina en trepar postes y alambrados, uqe llena el aire con el olor dulce de sus frutos babosos que atraen, con sus mieles, a las moscas.

El Bayo sacudió la cabeza, pesada por tantos olores reconocibles. Se rascó el hocico con una pata como si de este modo limpiase su nariz, la desintoxicase.

Ese olor que era todos los olores, era el olor de la tormenta que se aproximaba. Aunque el cielo siguiera impecable, sin una nube, azul como en una postal turística.

El Bayo volvió a levantar la cabeza, entreabrió la quijada y soltó un larguísimo aullido.

Se venía la tormenta».

***

En la novela de Selva Almada y en mi foto, se vino la tormenta.

 

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El mismo canal, otras manos


Dentro de poco se cumplirán cien años de la construcción del Canal de Panamá. “Desde que tomamos el control del canal todo cambió, ahora nuestro país es verdaderamente independiente”, me dice un empleado de impuestos en el Mercado de Mariscos, donde comí un vaso de ceviche de corvina por dos dólares. Y después me cuenta sobre los estudiantes que en 1964 se aventuraron a la Zona del Canal, que pertenecía a Estados Unidos, e izaron la bandera panameña. Fue un 9 de enero, que terminó con violencia y muertos. Hoy se celebra el Día de los Mártires en el país. Gracias a ese episodio se reabrió un acuerdo internacional de 1903 que cedía a Estados Unidos el control del canal a perpetuidad.

El 31 de diciembre de 1999 –después de veintidós años y por los Tratados Torrijos–Carter de 1977– Estados Unidos le transfirió el control del Canal a Panamá. En 2006 se aprobó el Referendum por la ampliación, y hoy casi todos los panameños con los que me cruzo están pendientes del canal y les gusta hablar de eso. “¿No leyó en el diario que ya llegaron las compuertas, “¿Escuchó que los chinos quieren construir un canal en Nicaragua?”, “¿Sabe que en el Canal trabajan más de diez mil empleados?”. “Cuando visite el Causeway piense que esa carretera se hizo con tierra de la construcción del canal”.

El día que visito las Esclusas de Miraflores el cielo está negro y, cada tanto, los rayos hacen un tajo eléctrico entre las nubes. Las esclusas se usan para subir y bajar los barcos que van de un océano a otro. No es que haya diferencia de altura entre el Atlántico y el Pacífico, es porque el Lago Gatún está a 23 metros de altura.
Allá lejos veo dos gigantes que se acercan, uno carga granos y el otro, combustible. Dos pesos pesados que aunque se ven cerca tardarán unos cuarenta minutos en llegar. Me da tiempo de recorrer los tres pisos del museo, que cuentan la historia de la construcción del Canal.
Llegan los enormes barcos y pasan lento hacia algún puerto del Pacífico.

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Cayos Zapatilla

En los Cayos Zapatilla, en Bocas del Toro, Panamá, la arena parece harina cuatro ceros de tan blanca y fina. Es tan chico que en  media hora se le da la vuelta. De un lado del cayo vi las huellas sobre la arena de las tortugas carey, que vuelven al mar después de desovar, y encontré una tortuguita que no podía llegar al agua porque se había quedado atrapada en la arena. Hicimos un meeting con un par de turistas y alguien que cuidaba el parque nacional y la acercamos al mar.

Del otro lado del cayo, a la sombra de una planta de uvas de mar, había una lancha que se llamaba Damián espérame. El dueño descansaba mientras sus turistas se bañaban. Al ver que le tomaba una foto, se incorporó y me contó la historia del nombre de su nave. “Hace unos seis años mi hijito Damián era pequeño y yo me iba a trabajar con turistas a las islas y no regresaba por varios días porque el combustible era caro. Entonces él lloraba y lloraba, y yo le decía: Damián, espérame. Espérame Damián”.

Hoy Damián tiene nueve, ya no llora cuando el padre se va y le gusta que la lancha lleve su nombre y el recuerdo de aquella época.

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Hablemos de langostas

Las siguientes escenas transcurren en el archipiélago de San Blas, frente a la costa de Panamá. Lugar de los kunas, territorio indígena autónomo.

Blanco, el guía, se calza las patas de rana y la máscara. Lo sigo. El tipo es morrudo como un boxeador, tiene la piel del color de la corteza del coco maduro y nada rápido como un delfín. Nos alejamos de la costa por el Caribe tibio. La playa se ve cada vez más chica, nadamos más de un kilómetro. Blanco avanza. No voy a pensar en tiburones, no voy a pensar en tiburones, no voy a pensar en tiburones.

Pasamos por un banco de arena en el medio del mar y después sí, me dice, llegan los peces de colores. Tiene razón: veo corales abanico que se mecen como si hiciera calor y alguien los moviera. Peces amarillos y azules, un pez loro y otro camuflado en el suelo que se llama escorpión, una banda de peces espada del tamaño de un cuchillo de cocina y un erizo.

Blanco está entretenido en otro tema. No entiendo bien qué hace, parece que busca algo en el fondo del mar. Cada dos por tres se hunde con técnicas de apnea, se acerca a una cueva, mira y después mete el brazo adentro, hasta el codo. Cuando no aguanta más sale a respirar, ahí le pregunto:

–¿Qué buscás?

–Langostas.

Lo sigo. Las turistas italianas que toman sol en la playa se desfiguraron, las veo como puntitos oscuros en la arena. Estamos muy lejos de la costa y buceamos langostas.

–¿Y si hay un erizo en la cueva, ¿no te pinchás?

–Me puedo pinchar, por eso miro antes.

La forma de cazar langostas es con un palo y un aro de alambre en la punta. Pero Blanco no los tiene y no le preocupa: para él cazar langostas es como jugar a la escondida, hace esto desde chico, le gusta y es una fuente de alimento y trabajo. Por una langosta le pagan cinco o seis dólares. Pero no tenemos suerte, es una raza brava y escurridiza: Blanco se queda con las ganas y las antenas de dos que se le escaparon en los recovecos de una cueva.

–Hay que venir de noche, con linterna. Ahí no se escapan.

Volvemos nadando a la playa y en lancha a Yandup, la isla donde están las cabañas. A la tarde, desde mi cama veo una isla no mucho más grande que una calesita, tiene un racimo de palmeras y nada más. Me imagino que quizás la abordaron piratas en otra época y escondieron un tesoro y tengo ganas de ir a buscarlo. A la noche pienso qué libro podría llevarme a esa isla desierta.

Cuesta volver a calzarse después de vivir en ojotas. A la mañana temprano voy en bote hasta la pista de aterrizaje. El tipo de avión se elige según la cantidad de pasajeros. Esta vez venían pocos porque es un Britten-Norman Islander para nueve. Después de que me pesan, me acomodo cerca de una ventanilla. El copiloto se trepa al ala para chequear el combustible. Somos tres pasajeros. Miro hacia la puerta trasera y veo acercarse a un nativo de Playón Chico. Trae una enorme bolsa que se mueve como si la rasguñaran desde adentro. Todas las langostas que Blanco no pudo cazar viajan a los restaurantes de Panamá.
Mientras lo ayuda a acomodarla en la cola del avión, el piloto le dice:

–Dígale al saila (el jefe de los kunas) que el comandante también come langostas.

En la siguiente escena el nativo mira al piloto con gesto amigo, abre la bolsa, saca una langosta viva y extiende el brazo para acomodarla así, suelta, arriba de un bolso. Con una sonrisa enorme –seguramente pensando en cómo comerá el bicho en la cena– el piloto trae con una bolsa, guarda la langosta y se la lleva a la cabina. Enseguida despegamos todos: los tres pasajeros, piloto, copiloto y  langostas.
Desde el aire, las islas de San Blas se ven como lunares en el mar.

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El jaguar danzante

 

El jaguar era un símbolo de poder para los mayas. Hace poco estuve en la ciudad maya de Copán, en Honduras y vi este jaguar danzante. El animal está parado en dos patas, en actitud de baile. Una mano en la cintura, la otra extendida y la cola larga.

Los habitantes de Copán miraban esa imagen para despedir al sol, que después de cada atardecer se iba de viaje por el inframundo y luchaba con las fuerzas de la oscuridad y el mal. Cada mañana, cuando volvía, era una fiesta porque regresaba la luz y la vida. La dualidad del  mundo maya. Los principios contrarios que habitan en cada uno. Las fuerzas complementarias.

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La historia informal

 

 

 

 

«Lo que antes considerábamos historia -reyes y reinas, tratados, batallas, decapitaciones, César, Napoleón, Poncio Pilatos, Colón- es mera historia formal y en gran medida falsa. Por mi parte, o pongo por escrito la historia informal de los de a pie -lo que esa gente tiene que decir sobre sus trabajos, amores, juergas, apaños, apuros y penas- o muero en el intento».

 

Joe Gould, Historia oral de nuestro tiempo.

 

 

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¿A usted le gusta esto?

Viajamos en el mismo avión de pocos pasajeros, pero recién la vi en el aeropuerto. Era regordeta, de ojos verdes brillantes. Tenía un pantalón azul y cara de enojada. Unos sesenta y pocos, el pelo recogido, tirante, como una bailarina. Su marido se comportaba como príncipe consorte, ella era la reina.

Íbamos al mismo hotel, lo supe cuando subió a la combi. Hotel Playa Tortuga, un todo incluido en el caribe panameño con buena piscina y un pulpo a la parrilla para recomendar. Temporada baja, poca gente.

La reina resultó ser ecuatoriana. Una ecuatoriana que vivía hace treinta años en loEstadoUnidos y poco le quedaba de la gracia de su país. Ni bien salimos del aeropuerto me saludó y después de intercambiar tres o cuatro palabras dijo:

-¿A usted le gusta esto? Yo no veo nada de bello.

Me pareció un comentario fuera de lugar por eso no me di vuelta para contestar. Seguí mirando por la ventanilla las palmeras, casas rústicas color pastel típicas de una isla del Caribe. En los colores, la música y cierto estilo despreocupado y caluroso las islas del Caribe se parecen bastante.

Esta mujer era de las que no necesitan respuesta para seguir hablando.

-Me dijeron que aquí había mansiones y mire… Nada de eso. Yo estoy buscando un lugar donde pasar los próximos veinte años y vine a ver aquí porque me dijeron era un paraíso. Traigo dólares pero hasta ahora no me gusta.

-A mí me gusta lo que veo -le respondí.

Habíamos hecho dos o tres kilómetros del aeropuerto y la reina tenía cara de asco. Como si hubiera visto un plato que no le provoca comer. Llegamos al hotel, bajé rápido de la camioneta para que no me hablara más. Me dieron la habitación número 23. Desde la terraza se veía el mar verde claro, algo parecido a los ojos de la reina que, como muchos otros gringos que me crucé, buscaba un lugar amable, barato y con sol donde vivir sus años de jubilada.

Prendí el ventilador de techo, puse la memoria nueva en la cámara y salí a andar. En el pasillo me los encontré, reina y consorte: les habían dado la 24. Por qué hacen eso, me pregunté, si el hotel está vacío. Deberían dejar por lo menos una habitación como zona de amortiguación.

Día de playa, de luz intensa, miles de palmeras, licuados de frutas, snorkel con peces amarillos y violetas, azules, naranjas con turquesa. Día de mar, de recorrido por islas desiertas.  Después de tantas playas, uno vuelve bronceado, salado, emocionado.
Hasta la reina que buscaba  refugio para la vejez estaba contenta cuando la crucé el segundo día. Igual se quejaba, siempre se quejó.

-¿Por qué hacen siempre el pescado frito? -le espetó a una camarera- Por qué no lo sancochan, ¿eh? Si quieren yo puedo enseñarles a hacer un sudado de pescado, me ¿oyes? Dícelo a tu jefe.

Cuando se enteró de que era periodista de viajes me pidió el correo para preguntarme dónde podría invertir sus dólares, quería que le escribiera si veía algún buen lugar para pasar los últimos veinte años de su vida.

-¿Y qué me dice de Argentina? ¿Dónde podría ser? ¿Cuánto vale una casa donde están las cataratas?

Por suerte, esa tarde ninguna llevaba birome y lo del correo quedó para otro día. Durante el resto del tiempo que estuve en el Hotel Playa Tortuga tuve dos propósitos: no llevar birome y tratar de esquivar a la reina ancha y a su marido retraído que por las noches roncaba como brontosaurio.

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Nenúfares

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De vuelta a casa notó que el pantano vacío, antes cubierto de nieve y de graves sombras de troncos, estaba ahora encendido de nenúfares. Las hojas frescas, de aspecto comestible, eran grandes como bandejas. Las flores se alzaban como llamas de vela y había tantas, y de un amarillo tan puro, que irradiaban luz a aquel día nublado. Fiona le había dicho que también generaban un calor propio. Hurgando en una de sus bolsas de información oculta, había agregado que, supuestamente, si uno metía la mano en la corola podía sentir el calor. Ella había hecho la prueba, pero no estaba segura de si había sentido el calor o lo había imaginado. El calor atraía a los insectos.

 

Ver las orejas al lobo, en Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, de Alice Munro

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