Con alma


El otro día charlé un rato con un astrofísico y, aunque hablamos de galaxias y soles, cuando me fui a dormir el mundo me pareció más chico. No había homeopatía ni astrología ni medicina ancestral ni mística. Pero lo peor fue que para él no existía el alma. Lo volví a recordar hoy cuando me enteré de que se encontraron unos poemas póstumos de la gran Wislawa Szymborska. Bastó que leyera un verso para encontrar el alma. Menos mal.

Alma era una palabra-acertijo. Soy, su mayor problema. ¿Y los mapas?, los mapas le encantaban por su don de mentir al desplegar un mundo “no de este mundo».

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La cola redonda

Ezeiza, siete de la mañana.

Llegaron cuatro vuelos al mismo tiempo, de Europa y Estados Unidos. Vuelos largos, de toda la noche. Uno solo quiere tomar la valija y volver a casa. Eso que podría ser simple no es fácil en Ezeiza. Las valijas no llegan. Cuarenta minutos y la mitad del avión espera parada a un costado de la cinta. Muchos pasajeros esperan sus valijas que no llegan. Seremos unos seiscientos.

Finalmente, ahí está la valija. La saco de un tirón de la cinta y pretendo caminar a la salida. La cola para pasar por el scaneo de equipaje es tan larga que no tengo que moverme. Da vueltas por todas las cintas y tiene altibajos, sube y baja como el dibujo de una ola. Da vueltas y no tiene ningún orden. Después de un rato de avanzar paso a paso entiendo que soy parte de una cola redonda, una subcola que salió de la principal y no va a ningún lado.

La abandono, indignada, y me cuelo en otra. Varios hacen lo mismo y vuelan insultos de la cola principal a la subcola. En un momento, empezamos a aplaudir para que alguien se haga cargo del caos. Nada. Nadie.

Decido hablar con un jefe. Me señalan al jefe de Aduana. Le pido si podría organizar la cola, le digo que hay gente mayor que viajó muchas horas, que estamos cansados y se están armando discusiones sin sentido entre los damnificados. Responde:

-Sí, yo te entiendo, pero no tengo nada que ver. Tenés que hablar con los de Aeropuertos 2000. Yo ya se los dije muchas veces, pero no escuchan. Tendrían que venir a las cinco de la mañana y llegan a las siete. Esto pasa todo el tiempo.

-¿Les podrías avisar?

-Ahora justo voy para ese lado, si los veo les digo.

Esa mañana más de viajero tuvo que hacer un gran esfuerzo por controlar la ira. Mis valijas pasaron por el escáner victoriosas y cuando le conté lo que pasaba adentro del aeropuerto, el taxista se rio y me dijo Bienvenida a la Argentina.

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Corazones espontáneos

La primera vez pensé que sería la única. Lo miré un rato largo y me puse contenta como si hubiera encontrado un trébol de cuatro hojas. Era un corazón espontáneo formado por una yareta (planta que se ahdiere a las rocas). Le saqué una foto para inmortalizarlo.

Cuando vi el segundo supe que vendrían más y se me ocurrió coleccionarlos. Pasó algún tiempo de eso y los veo aquí y allá. Se me aparecen en las plantas, en la espuma de agua, en una roca, hasta en un chipá!

Algunos son gordos y huelen, otros lánguidos, a veces los noto rebosantes, otras desnutridos y otras rotos sin remedio.

Corazones de tierra, corazones de hojas. Corazones en Ibiza, en Marrakech y en Iguazú. A continuación, la primera galería de una serie que se las trae.

Me imagino que somos muchos los que podemos verlos. Si viste uno y querés formar parte de este proyecto, lo podés mandar a carolreymundez@hotmail.com Cuando junte varios los subo.

Los dos primeros son de Ibiza y este es de La Rioja, Argentina.

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El Síndrome de Stendhal

Lo calculé de antemano y compré el libro en Madrid. En el viaje en bus de Siena a Florencia leo El síndrome del viajero (Gadir, Madrid, 2011), de Stendhal, el autor de Rojo y Negro, el escritor francés del siglo XIX. Es un libro finito que contiene un extracto de su obra Roma, Nápoles y Florencia, publicada originalmente en 1817.

El trayecto es por autopista, pero igual se asoma la Toscana verde por la orilla de la ruta. El día está espléndido, dentro de unas horas va a hacer calor. Debo admitir que estoy algo preocupada: tengo varias visitas para hacer en la ciudad y, como suele pasar en esta época, poco tiempo. La Santa Croce, Santa María del Fiore, el Palazzo Vecchio, L’Uffizi, El David.
Stendhal llegó a Florencia un 22 de enero de 1817, haría seguramente más frío que esta mañana de julio.

“Anteayer, descendiendo el Apenino para llegar a Florencia, mi corazón latía con fuerza. ¡Qué disparate! Por fin, en una curva de la carretera, mi mirada se hundió en la llanura, y vi de lejos, como una masa sombría, Santa María del Fiore y su famosa cúpula, obra maestra de Brunelleschi. ‘Aquí vivieron Dante, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci –me decía–, ¡he aquí esta noble ciudad, la reina de la Edad Media! Entre esos muros se reconstruyó la civilización; allí Lorenzo de Médicis llevó tan bien el papel de rey, y mantuvo una corte en la que por primera vez desde Augusto, no primaba el mérito militar’. En fin, los recuerdos se me agolpaban en el corazón, me hallaba incapaz de razonar, y me entregaba a la locura como se entrega uno a la mujer que ama”.
El autor la conocía por fotos, así que caminó sin guía, en dos ocasiones preguntó la dirección a transeúntes y por fin llegó a la Santa Croce y vio las tumbas de Maquiavelo, Miguel Ángel y Galileo. Aprovechó el momento para recordar a otros toscanos célebres: Dante, Boccaccio, Petrarca. Stendhal estaba tan emocionado que dice que hubiera abrazado de buen grado al primer habitante de Florencia que se encontrara. Sus oraciones contienen signos de exclamación y palabras como: intensidad, alma, perfecto, necesidad, corazón, felicidad, emoción, éxtasis.

Continúa en un párrafo famoso:

“[…]Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba por así decir. Había alcanzado este punto de emoción en que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí, andaba con miedo a caerme.”

La reacción corporal ante la belleza del arte que sintió Stendhal fue descrita mucho tiempo después, en los años setenta, por la psiquiatra italiana Graziella Margherini como el Síndrome Stendhal o Síndrome del Viajero, una especie de enfermedad turística ante la grandeza del arte. La psiquiatra trabajó sobre más de cien casos de visitantes a Florencia que habían sufrido un estrés similar.
Confieso con vergüenza que en mi experiencia florentina, casi doscientos años después, siento nervios y miedo de caerme aunque por otras razones. La masa turística es lo primero que se ve al bajar del ómnibus; lo segundo, las tiendas de lujo. No hay necesidad de preguntar el camino porque la masa te arrastra hacia donde todos van que es donde uno quiere ir. Después de tomar un café en Gilli (¡ existe desde 1733!) llego al Duomo. Con el sombrero de una coreana a un centímetro de mi ojo y las bromas de un grupo de mexicanos cerca de el oído admiro la arquitectura renacentista, la cúpula de Brunelleschi. Me rodean pantallas de celulares en modo red social. Contactos que en este momento ven lo mismo que tengo enfrente. El arte se comparte. El lugar es un griterío, y si esto pasara después el último Oscar, al tupido panorama habría que agregarle las selfies.

Posiblemente en la época de Stendhal también habría distracciones, pero en la actualidad la contemplación de la belleza parece fragmentada como nunca. También, ruidosa y, por eso, fatigada.
Mis visitas programadas se devaluaron casi tanto como la moneda de mi país. Para alcanzar a ver El David hago dos horas y media de fila. Dos horas y media, más que un partido de fútbol. Conozco a una pareja de Australia y le pido a unos españoles que me cuiden el lugar para comprar un sándwich. Entro en La Academia de mal humor, pero cuando estoy frente la presencia desmesurada de ese hombre de mármol me quedo callada. Busco un asiento cerca y lo miro. El hombre que venció a Goliat, que encarna la fuerza y la calma. El hombre de cinco metros de altura. El hombre de mármol y de muslos suaves.

Los asientos que lo rodean están ocupados. Vuelvo a esperar hasta que consigo sentarme. Hay un sonido bajo, cercano al silencio. Se percibe una situación parecida a la de una iglesia, pero el hombre que tenemos enfrente no resucitó y está desnudo.
No se puede sacar fotos, recuerda un empleado de seguridad.

En este tiempo la contemplación está intervenida por una multitud de turistas en desplazamiento, la publicidad y la necesidad de mostrar el viaje inmediatamente. A veces tan fuerte que da la impresión de que se viaja para subirlo al Facebook. Pero hay un momento en que si uno es sensible a la belleza y está dispuesto, todavía es posible experimentar esa conexión artística de la que habla Stendhal. Ahí, sí, cuidado. Mejor tener la tarjeta del seguro médico a mano.

Esta columna se publicó en el diario La Tercera, de Chile.

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El deseo de ser piel roja

Si uno pudiera ser piel roja, siempre alerta,
cabalgando sobre un caballo veloz,
a través del viento,
constantemente sacudido sobre la tierra estremecida,
hasta arrojar las espuelas,
porque no hacen falta espuelas,
hasta arrojar las riendas,
porque no hacen falta riendas,
y apenas viera ante sí que el campo es una pradera rasa,
habrían desaparecido
las crines y la cabeza del caballo.

Contemplación, Franz Kafka.

(Tomado de un papelito pegado en el baño de la casa de unas amigas)

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¡Nuevo curso!

Empezamos la próxima semana en Periodismo Portátil ¡Te espero!

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El chofer del Valiant

Hoy yo sería el dueño de todo Bariloche, ¿mentendé? Yo me fui hace cuarenta año con mi novia de ese tiempo que después fue mi mujer. Me llevé en el tren un Valiant que tenía y lo puse a laburar con lo turista, lo llevaba a pasear a los lagos, se sacaban la foto. De a poco iba prendiendo la antorchita y ya queríamo compra otro auto y despué una combi y no teníamo techo, ¿mentendé? Yo sería el dueño de todo.
Pero cuando no e para uno no e para uno.

Me acuerdo cómo me gustaba ir a pescar. Teníamo una caña y le dábamo y le dábamo y trucha y trucha y trucha a do mano. Quépectáculo.

¿Así que te vas a La Rioja para escribir en una revista? Ta bien, te van a llevar a lo mejore lugare para vo saqué una foto y hagá un comentario como la gente, ¿me entendé? Y la verdá que e lindo tene un laburito así.

-¿Y de qué color era el Valiant?
-Dorado con puntitos negros como cabecitas de alfiler.

 

(Del último viaje en taxi a aeroparque. El chofer tenía apellido tano, era canoso era, de unos setenta años, anteojos tipo Ray Ban. Le gustaba darse vuelta para hablar.)

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Tesoros y el suelo

La niebla era tan espesa que mirar hacia adelante era como debe ser la ceguera: un mundo de tinieblas. Daba miedo porque no había nada, todo era blanco y vacío.

El jefe de la excursión dijo apenado: «Si el día estuviera lindo veríamos lejos, hasta Catamarca». Y también: «Si el día estuviera lindo, esos paredones serían rojos y allá atrás verían una cascada y podríamos divisar un cóndor».

Pero el día no estaba lindo y para donde mejor se veía era para abajo.

Entonces, acaso en un acto zen, no deseé otra cosa y miré para donde mejor se veía y para donde era posible. Encontré tesoros. Líquenes, yuyitos mínimos, musgos, tomillo silvestre, ajenjo, flores más chicas que una moneda de diez centavos, amarillas, rojas, lilas, helechos escondidos, piedritas, guijarros y hasta una yareta en forma de corazón.

A continuación, una galería de mis descubrimientos riojanos a unos tres mil metros sobre el nivel del mar. Sin sol.

 

 

 

 

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Alta Buenos Aires

Por una nota sobre el Año Cortázar terminé en el piso 14 de la Galería Güemes, con esta vista de la ciudad. La Galería Güemes, la de los frisos, las cúpulas, la misma donde vivió Antoine de Saint Exupery en los años 30. La de El otro cielo, el cuento de Julio Cortázar.

No cualquier piso 14, se puede sospechar. Esta vista es desde el mirador de la Galería Güemes reabierto hace poco más un año. La torre más fácil de identificar es la de la Legislatura, pero también se ve el ex Banco de Boston, la cúpula de la Equitativa del Plata, la torre de la ex joyería y relojería Escasany, la torre Otto Wulff.

Pensada a la manera de las galerías europeas de principios de siglo XX, fue uno de los primeros rascacielos de la ciudad. Era un lugar de encuentro, compras, y también departamentos de lujo. Hoy es un pasaje comercial, hay negocios, show de tango en el teatro del subsuelo, y durante el día, gente que pasa mirando vidrieras y la utiliza para salir a la calle San Martín. Pero es necesario pararse en un rincón y levantar la vista para admirar las los trazos de estilo Art Nouveau.

Sugerencia: un día cualquiera, desviarse de Florida, entrar a la galería, subir al piso 14 (se pagan $20) y mirar. José, el cuidador, conoce cúpulas e historias. Y sabe por qué huequito de edificios aparece la punta del Obelisco.

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El Año Cortázar

Este es el Año Cortázar. Se cumplen cien años del nacimiento y treinta de la muerte del gran escritor argentino. El cronopio mayor. Tan porteño para escribir, tan amante de Buenos Aires, a pesar de no haber vivido demasiado en ella.

Cómo vería la ciudad desde su metro noventa y tres de altura. Si hoy paseara por la Plazoleta Cortázar, en Serrano y Honduras, Palermo, seguramente su cabeza pasaría el techo de los puestos de artesanos que la llenan cada fin de semana. Y ya no podría jugar a la rayuela pintada en la inauguración porque se fue borrando con el tiempo.

El escritor nació en Bruselas el año en que comenzó la Primera Guerra Mundial. Su padre era agregado de la embajada argentina así que el lugar de nacimiento fue, como él mismo dijo, accidental. Cuando tenía cuatro años su familia se trasladó a Banfield, hoy una localidad en el sur del conurbano, en aquella época, años veinte, un pueblo con calles de tierra por donde todavía pasaba el lechero con su carro tirado por caballos. Banfield, un lugar con apellido de ingeniero inglés de ferrocarril, desde donde Cortázar viajaba todos los días a Buenos Aires para cursar sus estudios en la Escuela Normal Superior Mariano Acosta (Urquiza al 200). Ahí se recibió de maestro y después dio clases en Chivilcoy y Bolívar, dos ciudades bonaerenses donde pasó algunos años en la década del cuarenta.

Salvo durante ciertos períodos, no vivió en Buenos Aires, sí en París, donde fijó su residencia en 1951 y murió en 1984. Sin embargo, volvía Buenos Aires con frecuencia. A ver a sus amigos y a su gran amiga, la ciudad. “Las ciudades son como las mujeres, esas ciudades de las que te enamoras y son el amor de tu vida, y no soy excesivamente monógamo porque pienso que se pueden tener muchas ciudades que se aman al mismo tiempo”. Eso le dijo al periodista Joaquín Soler Serrano en una entrevista para la televisión española en 1976.

París y Buenos Aires fueron sus amores más grandes. Allá tenía el misterio de las galerías cubiertas, los pasajes, la arquitectura monumental, el metro, el Sena. Acá, el puerto, el bajo, Barracas, los cafés, sus largas caminatas por Avenida de Mayo, Plaza San Martín y Plaza de Mayo. Dos ciudades presentes a lo largo de su obra, y tanto en una como en otra hay homenajes durante este año. Mejor estar atentos.

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