
Son las once de la mañana y suena el teléfono. Tengo que terminar una nota, pero decido atender. Padre al habla:
– Hola, escucháme acá encontramos con mamá la dirección de una parejita que conocimos en el primer viaje a Europa, hace 40 años.
– Ah… ¿Y?
– Un par de veces los llamamos y no logramos comunicarnos. Ahora se nos ocurrió que como vos estás con interné y la ré social capaz que los ubicás. ¿Te podrás fijar un minuto? […] Mirá, la cosa es así: nosotros veníamos de Galicia, habíamos visitado a Moncho, un tío cura que nos regaló una vianda con quesos, jamón, chorizo y frutas como para cuatro días y manejábamos por Asturias hacia la frontera con Francia cuando nos hizo dedo una parejita de unos veinte años. Parecían unos pibes divinos así que paramos, los subimos y seguimos viaje.
– Pa, te llamo más tarde que estoy terminando una nota…
– Perá, perá que te cuento rápido: al principio, no hablaban nada. Mamá practicaba lo que sabía de francés con ella, el pibe no decía ni mu y yo manejaba. Me acuerdo que ahí nomás del puente romano de Cangas de Onís hicimos un picnic con todos los manjares que nos habían llegado de arriba. ¡Hasta teníamos molete!
– ¿Qué es molete?
– Un pan de Galicia, ¡el pan que comía tu abuelo!
– Nos fuimos enterando de que la parejita se había conocido hacía pocos días atrás, haciendo el Camino de Santiago. Recorrimos la costa verde española, pasamos por pueblitos cercanos al mar donde, en aquella época, la gente hablaba asturiano muy cerrado. Me acuerdo cuando llegamos a Cudillero, ¡qué barbaridad ese lugar! Un puertido todo pintado de blanco. Era la primera noche y…
– Pa… te corto y en un rato te llamo, ¿dale?
– Ya termino, che.
– Era la primera noche y teníamos que encontrar lugar para dormir. Las mujeres del pueblo se gritaban de casa a casa: Oye, ¿tienes habitación pa unos argentinos? Así hasta que nos consiguieron una señora que alquilaba dos habitaciones. Estaba limpio y era barato, los francesitos chochos. A la mañana siguiente, la chica se esforzaba en explicarle a mamá que el chico era su amigo, que no pasó nada entre ellos, imagináte ahora…
– Listo, los busco, ¿cómo se llaman?
– Así seguimos viajando cuatro días. Yo no hablaba nada de francés y él ni una palabra de español, y al final nos entendíamos lo más bien. Cuando nos separamos quedamos en vernos en París, donde ellos vivían. Nos invitaron a la casa de los padres de ella, qué casa por Dios. Tomamos un tren, me acuerdo que antes de ir yo me afeité porque tenía barba de diez días, y me compré una camisa… Nos recibieron muy bien, con pastis y una carne tipo pesceto, tan crudo que mugía.
(Si mi viejo vivera en Chile ya lo hubieran medicado para hacer el famoso «cuento corto»)
– Te lo resumo…
– ¡Por favor!
– Al poco tiempo de llegar a Buenos Aires, recibimos una invitación formal a su casamiento. Sería el año 72. ¡La puta, cómo pasa el tiempo!
– Eso digo yo… Entonces, ¿los nombres?
– Sí, te leo del papelito que encontré en el cajón que ordenamos esta mañana. ¿Estás anotando? El pibe se llama Jacques Satre y ella, Mireille Billon. Como un billón de dólares.
(O como una historia en un billón, de amigos que se conocen en el camino y no se vuelven a ver nunca más. Antes y después de interné.)