La caminata de una hora que lleva desde la carretera hasta la entrada del Parque Nacional Tayrona, en el norte de Colombia, se puede leer como una frontera hacia lo salvaje.
A partir de ahí, por más que en algunas zonas haya señal de celular y turistas, se suma a los códigos del hombre el lenguaje de la naturaleza.
En cada paso, uno se aleja de lo conocido y se interna en la selva. Le dicen selva pero es bosque.
Tayrona tiene varios ecosistemas bien diversos: desde el matorral espinoso, que incluye cactus y vegetación que pincha, hasta el bosque nublado, en la parte más alta –a unos 900 metros sobre el nivel del mar– donde hay orquídeas, bromelias y ambiente de casa embrujada.
Esa primera caminata es por un bosque tropical, con árboles de más de veinte metros de altura, que esconden el cielo y abren la penumbra. Hay tucanes y paujiles, un ave en peligro de extinción; jaguares y tigrillos; osos hormigueros y zorros-perros, un extraño mamífero que habita en el parque.
Hay movimientos en las copas de los árboles y en las ramas bajas. Hay vida en lo que está quieto. Pero poco y nada es reconocible al principio. Apenas algunos sonidos. Es necesario hacer silencio y escuchar, sacudirse la prisa y darse de alta en la dimensión natural. Parece una obviedad, pero no lo es para los que vivimos en grandes ciudades.
Esa primera caminata, una frontera. Los que usan Havaianas por acá seguramente no saben que en el parque hay 31 especies de reptiles, entre ellas la mapaná, una serpiente venenosa que puede llegar a medir ¡2 metros!
Caminando por los senderos húmedos, con aroma silvestre y alimonado, rodeada de sonidos desconocidos y animales agazapados, más de una vez mojada por la lluvia tropical, me acordé de Lost. Así de espeso es este bosque. Otros viajeros que me crucé imaginaron Avatar. Y también es fácil pensar en las FARC, en la vida que todavía llevan captores y rehenes en una selva no muy diferente de esta.