Verdadero mar

22 de mayo

El mar aquí es verdadero mar. Se eleva y cae con un gran estrépito; lo rodea una espiral sedosa y ronroneante; parece a veces trepar hacia la mitad del cielo y se ven entonces los veleros colgando de las nubes como querubines voladores.

¡Hola! Se acercan dos amantes. Ella tiene el talle fino y un sombrero como una salsera al revés; él un falso panamá, un protege sombreros, bastón, etc.; su brazo envolviéndola. Caminando entre el mar y el cielo. Su voz flota hasta mí: «Claro que tomar carne enlatada alguna vez no importa, pero una dieta constante de carne enlatada no puede sino producir…»

No me cabe duda de que el Señor los quiere y de que ellos y su semilla prosperarán y se multiplicarán por los siglos de los siglos…

Diario, Katherine Mansfield, Debolsillo

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¿A Finlandia?


Además de ser periodista, Melanie Senestrari es melómana. Desde chica, su curiosidad por el mundo empezaba en el país de origen de su cantante favorito. Por ejemplo, el fanatismo por Gran Bretaña lo vinculaba con Queen y Robbie Williams. Y el de Finlandia con The Rasmus, la banda de rock gótico que la llevó a tener una colección de libros de Escandinavia, hacer un curso de finés online y viajar a Finlandia. En la columna que sigue cuenta por qué.

Mi fascinación por Finlandia empezó cuando cumplí once años y escuché The Rasmus, una banda de rock gótico considerada una de las más importantes de la historia musical del país. Me llamaba la atención que en cada entrevista que les hacían, los integrantes nombraban con mucho orgullo su origen y fue ahí cuando no dudé en investigar sobre Escandinavia hasta que formé mi propia colección de libros, revistas y folletos finlandeses.

Muchos sólo la conocen por ser la tierra natal de Santa Claus o porque allí se creó el sauna o porque saben que de ahí viene su teléfono Nokia. Pero hay mucho más para explorar en este país escandinavo, un tercio ubicado dentro del Círculo Polar Ártico.

Elegí Finlandia porque el clima y las estaciones no son parecidos a ningún otro lugar. En invierno el sol no sale durante 50 días y en verano brilla durante dos meses, celebrándose la llegada de esta etapa con una tradicional fiesta en la que los finlandeses, caracterizados por su simpatía y amabilidad, bailan y beben vodka sin límites.

No es un país frío y deshabitado como muchos suponen. Bueno, frío sí. Existen intensas heladas donde los lagos congelados, enormes rompehielos y montañas de nieve ocupan las ciudades, pero los veranos son templados, alcanzando máximas de 30 grados, y ahí es cuando los finlandeses disfrutan de un chapuzón en los lagos, aunque también lo hacen bajo cero luego de unos minutos en el sauna, gran tradición.

Finlandia es el país más lacustre del mundo: tiene 190 mil lagos y un 70 por ciento de bosques repletos de abedules y osos. ¿En qué otro lugar podría dar un paseo en trineo con renos, considerados un medio de vida? Como el esquí, utilizado como medio de transporte, además de ser uno de los deportes más comunes.

Antes de viajar conocí la aurora boreal a través de las composiciones de The Rasmus. Es un fenómeno natural que se observa con claridad sólo en el hemisferio norte, y Finlandia es el país más visitado para poder apreciar ese show de luces de colores y rayos solares en elcielo nocturno. Existen iglúes climatizados y con ventanales para poder contemplar esto, pero alquilarlos es muy costoso.

Elegí Finlandia porque, a pesar de ser un Estado con una modernidad avanzada, carece de rascacielos y predominan las estructuras antiguas, como la Catedral de Helsinki y la Catedral ortodoxa Uspenski, la más grande de Europa Occidental, caracterizada por su estilo ruso bizantino, con más de diez cúpulas doradas y ladrillos rojos en el exterior.

“¿Se sale de noche en Finlandia?”, me preguntaron también. Sí, claro que hay vida nocturna. Los pubs se llenan de finlandeses y turistas fanáticos del vodka y la cerveza y, curiosamente, el tango y folclore es uno de sus géneros favoritos a la hora de bailar. Por supuesto, además del rock y heavy metal.

Suomi –así se dice en finés-, único por ser el país más democrático y menos corrupto, por tener la palabra más larga del mundo (lentokonesuihku-turbiinimoottoriapumekaanikkoaliupseerioppilas, que significa una graduación en las fuerzas aéreas finlandesas) y por festejar el día del dormilón el 27 de julio (cuando la última persona de la familia en despertar es lanzada al río).

En mi viaje no vi a The Rasmus en vivo, pero entendí por qué su país está tan presente en su música.

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A propósito de los 33

Hace unos días se festejó el segundo aniversario del rescate de los 33. Con monumento en la boca de la Mina San José -una cruz de 5 metros de altura en honor a la Virgen de la Candelaria-, distinción a los geólogos que participaron de la hazaña, presidente y todo el cuento.

Mientras tanto, y cuando las cámaras se apagan, dicen las noticias que esos hombres que estuvieron dos meses bajo tierra, andan más o menos. Varios siguen tratamientos psicológicos, medicación incluida, y se acercan al islamismo; uno buscó contención emocional en un grupo de tendencia sufi; el imitador de Elvis estuvo internado en una clínica de rehabilitación; otros volvieron a trabajar en minas.

Mario Sepúlveda vino hace poco a la Argentina, lo escuché una mañana en la radio. Viaja por el mundo dando charlas sobre su experiencia. Como Páez Vilaró, con quien me encontré hace un par de años en el aeropuerto del DF. Tenía menos de 20 años cuando el avión en el que viajaba se cayó en la cordillera de los Andes; hoy, con más de 50 pasa buena parte de su vida en los aviones. Viaja para dar conferencias motivacionales a empleados de grandes empresas.

Con los homenajes a los mineros me acordé que el año pasado estuve en Copiapó, una de las ciudades cabecera del desierto de Atacama. Desde donde se accede a muchas minas, entre ellas la San José.

Pregunté si había un tour de los mineros o algo así, pero no. Por lo menos nada formal. Ahora me entero que varios de los 33 firmarán contrato con una empresa que fabricará merchandising -tazas, camisetas, medallas- para el turismo. Y que noviembre comenzará el rodaje de una película sobre el episodio. Seguramente después de eso habrá tour.

Mientras tanto, hay cápsula. Está en el Museo Regional de Atacama, a pocas cuadras de la plaza llena de molles retorcidos y añosos. Fui a verla, claro, igual que todos los turistas que llegan a Copiapó. En la oficina de turismo ahora se pregunta menos por el Dakar y más por la cápsula.

Después del rescate se exhibió durante un tiempo en la Plaza de la Constitución de Santiago, en otras ciudades del país, y también en Tecnópolis, Argentina. Cuando volvió, casi se queda en Santiago pero el gobierno de Copiapó la peleó y hoy está allá.

La Fénix 2 está en el patio de la antigua casona donde funciona el museo, que según me contó la secretaria del director ahora recibe muchísimos más visitantes. No se quedan demasiado, eso sí. El tiempo que les lleva sacarse una con la cápsula y ver la esquela de los 33, que como señaló la secretaria «por supuesto que no es la original. Ésa esta bajo llave».

La cápsula me pareció mínima. Tiene 54 cm de diámetro, fue diseñada por la Armada de Chile y ya se había usado en rescates anteriores. La celda por donde cada minero subió los 720 metros hasta la superficie no es mucho más grande que la de un pájaro que la pasa más o menos bien. Adentro están los arneses que usaban para atarse, oxígeno y los parlantes por donde se comunicaban con los rescatistas.

Salí del museo y de camino al centro paré a comprar nueces, orejones que en el desierto se dan tan bien. Antes de llegar a la plaza pasé por la oficina de turismo y estaba llena. Me imaginé que todas las consultas estarían relacionadas con la Fénix 2. Si a Copiapó le faltaba un hit turístico, con la cápsula ese punto esta solucionado.

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Desde de tierra adentro

Me gusta la historia de Tomás Astelarra porque me gustan las historias de la gente que un día decide cambiar de vida.

Y cambia.

Economista de la Di Tella, máster de Periodismo en Bilbao. Más o menos ahí, su educación formal se interrumpe y comienza otra educación, la de los caminos.

Cuando volvió de Bilbao se fue con tres amigos en una Trafic al Sur y de ahí a La Paz. Tocaban música en los bares para seguir viajando. La banda tenía nombres distintos en cada ciudad. Parece que cuando llegaron a Ushuaia el pan era tan caro que esa noche se llamaron Zarpado el pan.

Vivió en La Paz, donde fundó la Domingo Quispe Ensamble de música callejera; y en Ibagué, Colombia, para entender -y escribir- sobre la realidad de los desplazados en el país de las Farc.

Viajó varios años hasta que un día paró. Probablemente la escritura tenga bastante que ver. Ya publicó un libro sobre sus andanzas y algunos de aforismos. Los edita en forma independiente y los vende él mismo en la zona del Abasto; quizás se lo cruzaron.

Uno días atrás fui a la presentación del último, Por los caminos del Che, en el que además de escribir compila las crónicas que aparecen. Son 17 historias de América latina.

Los autores, periodistas y viajeros que tomaron los caminos menos transitados. En las páginas de este libro nada de comodidades ni buenos hoteles. Aquí uno se zarandea con los pozos de las rutas del interior de Bolivia, llega hasta el pueblito donde se teje el ñandutí, en Paraguay; se estremece con los fantasmas de Humberstone, en el desierto de Atacama, en Chile; pasa y no pasa por las fronteras ecuatorianas, se asoma a La Rioja, Cali y más. El libro, editado por Continente y la revista Sudestada, ya se consigue en librerías. Y también se le puede comprar a él por tastelarra@gmail.com

Por ahora Tomás Astelarra vive en Buenos Aires, pero después de charlar un rato con él me quedó claro que mañana puede estar en Perú, Colombia y, sobre todo, en Bolivia. El viaje como forma de vida: una interpretación.

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Transportes de Nepal

Maricel Orellana es una periodista chilena que aunque trabaja en «otra cosa», no deja de escribir y tiene muy a mano el plan de «cambiar de vida».

De su viaje a Nepal rescató para Viajes Libres las formas de transporte. Se movió en avión, micro, carreta, lomo de elefante, rickshaw y bote. Todo sirvió para conocer la tierra de las montañas más altas del mundo.

Para llegar a Katmandú tomé un vuelo en Delhi que tardó más de ocho horas y me dejó ese sabor a jengibre y cardamomo de la comida India.

Podría viajar dentro de Nepal en avión, pero perderme el recorrido de los viejos buses por esos estrechos caminos y peligrosas curvas sentada al lado de un nepalí, sería como mirar un templo de Shiva desde afuera.

Tomé cuatro polvorientos buses que me llevaron por diversos pueblos, buses que pueden tardar 10 horas, como el que me llevó de Lumbini a Pokhara, tiempo que incluye desayuno, almuerzo y paradas en un centenar de pueblos sin nombres que pueda entender. Comercio ambulante que ofrece pepinos con especias y frambuesas con azúcar.

Me bajé del autobus para esperar el jeep que me llevaría al resort, pero en vez de motor mi transporte tenía una larga cola y un cajón de madera donde me tocó subirme. No andaba en una carreta desde que tenía unos 12 años y ni siquiera recordaba el movimiento ondulante que produce la mezcla de dos ruedas y cuatro patas.

Siento un poco de vergüenza haber recorrido el Parque Nacional Chitwan a lomo de elefante junto. En ningún momento pude dejar de pensar que el animal sufría cada vez que el conductor golpeaba su cuerpo obligándolo a avanzar.

Pero lo hice igual, quizás animada porque el tour anunciaba que veríamos un tigre, que al final nunca apareció. En cambio, un par de chanchos, cinco gallinas y dos hipopótamos.

El sol quemaba y después de caminar dos kilómetros me informaron que para poder visitar el lugar exacto donde había nacido Buda, en Lumbini, tenía que comprar el ticket en la entrada. En ese instante se acercó este hombre y  me ofreció llevarme en rickshaw por 150 rupias, unos 2 dólares (foto incluida). Y me fui con él.

Mi transporte favorito fue un bote en Pokhara, en el Lago Phewa con este pescador. Cuando me preguntó la edad no quise decirle que tenía 35, igual que él, que parecía unos cuantos más.

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Venecia, 1960

En una tarde de orden de cajones mi mamá encontró esta foto hecha postal, donde está ella con sus padres en la Plaza de San Marcos, en Venecia. Fue su primer viaje a Europa, en 1960.

Me contó que para el avión la madre le mandó a hacer un vestido con saco al tono. Llevaba ramito de flores en la solapa, tacos altos, medias largas y cartera. Parece que en la nave de Swiss Air había una sala de estar donde se iba a conversar y a fumar y a «conocer gente». Ahora entiendo por qué hoy, más de cincuenta años después, todavía le parece raro verme subir a un avión en jeans y zapatillas.

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El paraíso, un lugar común

El paraíso es la ubicación más económica de algunos teatros. Una galería alta, pasando los palcos, la tertulia y la cazuela. De chica, varias veces fui al Colón y presencié alguna ópera o una orquesta de cámara desde el paraíso. Un paraíso tangible, real, indiscutible. Y barato. Los actores se veían chiquitos, como en un videojuegos, pero qué importaba: me sentía lo máximo porque estaba en el paraíso.

Eso fue antes de empezar a escribir sobre viajes y enterarme que el mundo está lleno de paraísos.

Paraíso viene del latín paradisus y según el Antiguo Testamento, es el Jardín de Delicias donde Dios colocó a Adán y Eva. Ahí estuvieron ellos, desnudos y felices, hasta que cayeron en la tentación, desobedecieron y se les vino la noche. A ese paraíso no se llega en taxi ni en avión ni a caballo. Es un lugar mitológico, que a través de los siglos se transformó en el sustantivo más usado para representar el sitio ideal, donde no hace ni frío ni calor, donde se supone que todo es bello y perfecto y no existen los problemas.

A comienzos de los 90, cuando los diarios inauguraron los suplementos de viajes, el paraíso se multiplicó. Veinte años después, hemos visto paraísos en la selva y en la cordillera; en la playa y en las ciudades y en el desierto. En la Polinesia y en Kenia; en Tailandia y en Aspen. A medida que pasaba el tiempo y el turismo aumentaba, se descubrían más y más paraísos. Hasta que ese lugar, soñado e inalcanzable, se convirtió en un lugar común.

Después de muchos años de trabajar como periodista de viajes y conocer algunos de esos paraísos, un día me pregunté dónde quedaba mi paraíso terrenal. Pasaron imágenes y las miré con calma, como antes se miraban las fotos en un álbum. Hasta que encontré el lugar.

Por si acaso, no fue fácil llegar. Viajaba con mi hermano por la ceja de selva peruana, una zona alta, húmeda, de vegetación subtropical que precede a la selva del Amazonas. La única forma de trasladarse de Jaén a Tarapoto era en la caja de una camioneta que salía cuando se “completaba”. En lugares en donde el transporte es escaso, el que posee uno recibe pleitesía de rey. Decide cuándo sale, dónde para, cada cuánto y si para.

Esa vez, en Tarapoto, esperamos horas hasta que se completó, con mineros y trabajadores rurales. Era la época de lluvias, los caminos estaban inundados y costaba avanzar. Una, dos, cinco veces tocó bajarse y empujar. En 13 horas hicimos ¡150 kilómetros! y un amigo, Homero, que volvía a su pueblo después de trabajar en Piura, en medio de la incomodidad del amanecer frío, anunció que lo mejor sería continuar a pie. Que en cuatro o cinco horas llegaríamos a su pueblo, que podíamos pasar la noche en la casa de su tía Reina. Fue convincente. Su mirada serena mostraba que se podía confiar en él. Bajamos las mochilas de la camioneta y lo seguimos, primero por la huella de los autos y luego por atajos, entre la vegetación espesa y con el agua hasta la rodilla.

Más de una vez me pregunté qué hago acá, por qué me bajé, por qué me atraen los caminos poco transitados, por qué no voy de vacaciones a la playa. Como si creyera que no saber dónde dormiré en la noche ayudará a atravesar otras incertidumbres.

Con las medias mojadas y las zapatillas negras de barro seguimos a Homero, que nos contaba historias; señalaba un cruce de caminos y decía que hacia allá era una zona liberada, que por ahí no existía la policía y que había laboratorios donde se producía cocaína.

Finales del 92, la Argentina de Menem, la ficción del 1 a 1 con la que muchos viajamos al exterior. En el Perú de Fujimori, los grupos terroristas Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) promovían la lucha armada para instaurar un régimen revolucionario campesino comunista. En el camino mataban a los enemigos de su revolución. Homero aseguró que no había problemas y le creímos. Después supe que la relativa tranquilidad era porque el ejército peruano había detenido a Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso.

Cuando llegamos a su caserío, los vecinos salían a la puerta de las casas para vernos atravesar la plaza sin monumento. En la casa de Reina nos invitaron arroz blanco con pescado frito y un tazón de café endulzado con chancaca (azúcar sin refinar). Tendimos nuestros sacos de dormir sobre unos tablones y hasta mañana.

Al día siguiente, Homero nos llevó a conocer una fábrica de cañazo, el aguardiente que se hace con la corteza de la caña de azúcar. De fuerte contenido alcohólico, la bebida emborracha a los hombres de la selva. De vuelta cruzamos por un río que traía oro, y al final llegamos a ese jardín tropical, mi paraíso. Había árboles cargados de frutos: plátanos, papayas, guabas, piñas, caña de azúcar, café, cacao, naranjas. Uno nunca podría pasar hambre en un lugar así. Mientras los reconocíamos -ahí vi por primera vez una planta de café- apareció la señora Lidia, bajita como un arbusto, que nos vendió algunas frutas, una leche evaporada, y de regreso, en la casa de tía Reina, preparamos un jugo multivitamínico en una licuadora a manivela. Este recuerdo aparece en mi memoria cuando pienso en el paraíso terrenal.

A propósito, la semana que viene viajo a las Islas Caymán, un paraíso fiscal.

(Escribí esta columna para el suplemento Tendencias del diario La Tercera, de Chile)

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Sand yard, el jardín de arena

Una de las imágenes que más me gustaron de los recorridos por Gran Caimán es la de un negro rastrillando con parsimonia un jardín de arena en el frente de una casa pintada de verde pastel.

Los sand yards son los jardines tradicionales de la isla. Hay plantas tropicales y canteros de flores, pero en lugar de césped el suelo está cubierto de arena.

Al parecer, la tradición tomaría algo de las prácticas africanas de guardar un espacio de arena y sombra alrededor de su aldea y algo del gusto inglés por los jardines.

Conclusión: este extraño y hermoso paisaje, ecológicamente amigable, que se mantiene  fácil y barato. Cada tanto se rastrilla porque salvo en época de huracanes no hay mucho viento en Caimán.

Durante años fue el jardín más típico de la isla, después cayó en desuso y, desde hace un tiempo, se recuperó la costumbre del sand yard. Por eso vi al tipo rastrillando y varios de estos jardines en la isla.

La casita que se ve en la foto se vendía en una librería, costaba 12 dólares y venía en una bolsa para armar, con arena incluida. Lástima que no la compré porque mientras escribo me dieron ganas de armarla. Les salió bastante parecida a la versión original.

Unos días antes saqué esta foto en el Jardín Botánico, donde se puede ver una réplica de una típica casita caimanera pintada de color pastel, pequeña, con galería en el frente y el sand yard con piedras que delimitan canteros y senderos. Más allá, siempre, está el mar.

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La iguana azul

Endémica de las Islas Caimán y hasta hace poco a punto de desaparecer, la iguana azul es el animal terrestre más grande del archipiélago. Vive alrededor de 70 años, llega a medir un metro y medio de largo y puede pesar once o doce kilos.

A la de la foto la vi en el Jardín Botánico de George Town, en Gran Caimán. Parecía embalsamada, pero estaba vivita y coleando. Cada vez que se caía la fruta de un árbol, corría a buscarla y se la tragaba. Escuchaba el sonido y activaba las patotas. No corre tan rápido como otras iguanas porque es más pesada, pero igual tiene buen ritmo. Parece prehistórica y tiene los ojos rojos, como si hubiera tomado alcohol.

Hasta hace algunos años se la consideraba una subespecie de la iguana cubana, pero desde 2004 es una especie nueva en la Tierra. También se la conoce como dragón azul.

Durante los últimos cien años la población de iguanas disminuyó, hasta que en el año 2002 quedaban menos de dos docenas de iguanas azules en el mundo. Nadie se las comía, en general eran atropelladas al cruzar la ruta o atacadas por perros y gatos feroces.

Después de una década de protección y a través de un programa de recuperación, la iguana azul se cría en cautiverio y luego de un tiempo, gradualmente, es liberada en la Reserva Salina y marcada con un chip que contiene toda su información. Aquí el video de las últimas que soltaron unos días atrás.

En la actualidad hay más de 600 en la isla (el objetivo son 1000) y ya no están en peligro. Quien no se siente enteramente a salvo es uno cuando se cruza uno de estos dragones azules. Pero no hay que temer, es solo una sensación.

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Soledades, joyas y cangrejos

Durante los días que estuve en las Islas Caimán, el famoso «paraíso fiscal» del Caribe, no vi muchos bancos. Parece que no se ven, que son oficinas sin carteles ni cajeros automáticos.

En cambio, sí vi extranjeros. No me refiero a turistas, sino a residentes.

En menos de una semana me crucé con gente de Jamaica, Filipinas, Argentina, Chile, Honduras, Francia, Italia, Alemania, Estados Unidos, Suecia, Sudáfrica Cuba, Perú, México, India.

La mayoría de los empleados de la industria  turística -el manager del hotel y el de mantenimiento; el chofer de bondi y el chef; el entrenador de delfines y el piloto de helicóptero; el capitán del barco y y la  y el sushiman y la moza de este restaurante y de aquel- son extranjeros que vienen a ahorrar plata en Caimán, donde se gana muy bien y además, no se pagan impuestos sobre el sueldo. Todo, al bolsillo

De las 50.000 personas que viven en este pequeño archipiélago solo el 10% es nativo (caimaneros, se llaman). El resto pertenece a unas 40 nacionalidades. Los joyeros, en general, son indios. De Bombay, Delhi, Calcuta. Raj es de Kaniakumari, en el extremo sur de la India, y llegó a la isla hace dos años. Vende diamantes, tanzanitas, rubíes, topazios en una joyería. En George Town, la capital de Gran Caimán, la  más grande de las tres islas, hay poco para comprar, pero lo que hay sale caro: joyas y relojes.

Una mañana de lluvia con sol me compré un café y lo tomé en una plaza pequeña del centro de George Town. Debajo de las mesas y sobre el cantero de flores y en la vereda un gallo buscaba comida. En la isla siempre se ven gallos y gallinas sueltos. Parece que después de Iván, el último gran huracán, salieron espantados de sus gallineros y vagan sin dueño. Dicen que no son de nadie y que son de todos. Cualquiera puede meterlos a la olla.

A raíz de los gallos me puse a charlar con Raj. Como era temprano y todavía no bajaban los pasajeros de los cruceros se tomaba un café y contemplaba las nubes negras con susto.

Los que viven en ciudades sísmicas tienen un terremoto atragantado en la mitad del pecho y los que viven en una isla del Caribe llevan un huracán en la boca. Peor si no son de aquí, como Raj. Y mucho peor si no pasaron Iván y todo el resto lo recuerda más que a un pariente muerto. La sombra de Iván.

Me dijo Raj que se fue de la India porque sentía que no era su lugar. Trabajó en Dubai, se negó a trasladarse a Egipto con la empresa y terminó en Jamaica de donde lo tentaron con mejor salario para ir a Caimán. Todos los días, se pone traje y corbata a pesar de los treinta o treinta y dos grados que suele hacer en la isla. Qué importa, el aire acondicionado está a la altura. Trabaja, vende desde la mañana hasta la tarde y vuelve a su casa. Ahí chatea, habla por Skype con sus amigos y se va a dormir. Al día siguiente, la misma rutina. Y el próximo también. Se siente solo, me dice. Y se nota en los ojos, a pesar de la sonrisa.

Mientras tomábamos el café, habló del huracán de este año. «Quizás es de los grandes. Dicen que cuando los cangrejos que migran se esconden en los huecos y andan cerca de las casas, es un año de temer». Y Raj por si acaso teme.

A la playa casi no va y en la isla la vida nocturna es corta: a las 12 se apaga la música y se prenden las luces. No hay disco ni bares after hour. Es una isla con fama de ser muy religiosa.

No creo que Raj se quede mucho tiempo. Quizás un año más. Después ser irá. No, no sabe adónde. Como muchos de los extranjeros que conocí en las Caimán, él también está de paso.

Desde el asiento en la plaza vimos los botes de turistas que se acercaban a la costa. Llegaban a George Town listos para comprar joyas. Raj se arregló la camisa, abrió los labios para sonreír y se despidió. Todavía no eran las 9 de la mañana.

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