El nuevo vicio de Olga

Esta foto de Sheila la sacó Andrea Knight, autora también de la historia que sigue.

Mi amiga Olga es fanática de todo. Vive la vida con tanta pasión que a veces le tengo envidia. Es venezolana pero hace un montón de años vive en las afueras de Boston en el barrio de Newton. Cada vez que puedo voy a visitarla. Cuando viajo a su casa tengo que llevar una valija repleta de alimentos para ella. Olga tiene perdición por varios productos regionales de la Argentina, como el dulce de batata, el vino y los alfajores de dulce de leche.

Como le fascina cocinar igual que a mí, gran parte de nuestro tiempo lo pasamos haciéndonos probar recetas mutuamente, mientras charlamos y nos ponemos al día. Una de las primeras cosas que quiso contarme fue que había agregado un vicio nuevo a su vida.

Chica, me dijo, me he vuelto Sheilaholic!

Pensé que se había enviciado con alguna bebida, pero lo que sucedía es que no podía dejar de visitar casi todos los días el negocio de la esquina. Apenas pudo me arrastró a la tienda de Sheila, The Dressing Room.

The Dressing Room es un local muy pequeño en el centro de Aurbundale, uno de los trece pueblos que conforman Newton. Es un barrio residencial con pocos negocios.

Me contó Sheila que su negocio es lo que los americanos llaman un destination spot, un punto del pueblo al que la gente llega expresamente. Su clientela se incrementó boca a boca a lo largo de dieciocho años. Me contó que lo más fabuloso fue que nunca necesitó hacer publicidad, eso la hace sentirse orgullosa, para que las clientas lleguen desde cualquier parte. Desde que puso el local lo maneja con ayuda de su madre, que fue en su juventud modelo de pasarelas. Por esa razón y desde muy pequeña, Sheila vivió metida en el mundo de los desfiles de moda, y comprendió desde temprano el significado de la belleza y el interés en lucir arreglada y bonita.

Para Olga, Sheila tiene la personalidad perfecta para su negocio: es encantadora, te hace sentir como si fuera tu vecina amiga con la que chismeas y pasas el rato.

Sheila visita las ferias de moda de Nueva York, Canadá y Boston y escoge modelos originales, siempre tomando en consideración la calidad de las telas y los buenos precios.

Tiene diseños que están de moda pero en telas finas y sedosas que a la vez se meten en la lavadora. Dice Olga: «Telas que se ponen más calenticas en invierno y más frescas en verano».

Sheila prefiere que sus percheros tengan colores oceánicos ya que toda el área es cercana a Cape Cod, la península bordeada por el océano atlántico en el extremo oriental del estado de Massachussets.
También es importante la elección que Sheila hace de la bijou. Una de las artistas destacadas en el negocio es la israelí Mariana.

Olga adora encontrar todo en un solo negocio: En vez de ir a mil tiendas y pasarme los domingos en los malls, voy a un sitio donde sé que encuentro todo….salvo zapatos, pero para zapatos tengo DSW

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Sarmiento en Estados Unidos

«El país está aún despoblado de esta parte; el vapor del Ontario se acerca a los barrancos, adonde salen los paisanotes de fraque y las mozas envueltas en cahemiras a tomar pasaje. Divísanse a lo lejos aisladas en el bosque aquellas cabañas de troncos de árboles superpuestos, o de tablas descoloridas, que sirven de morada por los primeros años al plantador que recién está descuajando el bosque.

El paisaje conserva toda la frescura virginal que Cooper ha pintado en aquellos inimitables cuadros de Último Mohicano. Ya he dicho a Ud. que desde Búfalo hacia esta parte está el pedazo más bello de la tierra. Sin la petulante lozanía de los trópicos y sin la fría severidad de los bosques del Norte de la Europa, mézclanse en la escena ríos como lagos, lagos como mares, rodeados de una vegetación primorosa, artística en sus combinaciones y grandiosa en su conjunto.

Traíame arrobado de dos días atrás la contemplación de la Naturaleza, y a veces, sorprendía e el fondo de mi corazón un sentimiento extraño, qu eno había experimentado ni en París. Era el deseo secreto de quedarme por ahí a vivir para siempre, hacerme yanquee, y ver si podría arrimar a la casacada alguna fábrica para vivir. ¿Fábrica de qué? … Y aquí el deleite de tan bella vida se me tornaba en vergüenza, acordándome de aquellos ostentosos letreros chuecos que había visto en algunas aldeas de España, Fábrica de fósforos. ¡Y qué fósforos! ¿Enseñar o escribir qué con este idioma que nadie necesita saber? Para curarme de estas ilusiones y recuperar mi alegría, no necesitaba más que tomarle el peso a mi descarnada bolsa, y echar una ojeada sobre mi contaduría en general para no volver a pensar más en ello«.

(Sarmiento hizo este viaje a Estados Unidos en 1847).

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Amor en el camino

La semana pasada fui a ver El Etnógrafo, un documental sobre John Palmer, antropólogo inglés que hace treinta años llegó a Salta para estudiar las costumbres del pueblo wichi. En el camino se enamoró de una aborigen, tuvo cinco hijos con ella y hoy, etnografía aparte, trabaja con los wichis en la defensa de sus tierras y sus derechos.

La película se mete en la vegetación densa del chaco salteño, transita el calor húmedo, las preocupaciones y la lucha de una etnia olvidada, y se planta en la intimidad de esta pareja que evalúa en la cocina, frente a un café negro, el nombre que le pondrá a su último hijo.

Cuando salí del cine pensé en lo caprichoso de las fronteras, en qué lejos queda Londres de Salta. Y en el amor. ¿Qué pasa cuando el amor te sorprende en el camino? En años de viajes encontré gente que decidió cambiar de vida y de residencia por razones económicas, de estudio, místicas. Por amor. Supe de un italiano que se enamoró de una argentina, una chilena de un irlandés, una española de un japonés, un inglés de un brasileño. En el amor como en el viaje, el riesgo es alto y los seguros no alcanzan. Después de animarse al cambio y atravesar la distancia, todos ellos superaron diferencias culturales.

La historia del antropólogo y su mujer wichi me recordó la de Manuel Pardo y Cécile Domens, dos casos en los que las diferencias parecen abismos. Pero ahí están, en el Norte y en el Sur como hitos del poder del amor.
Cuando una historia es buena anda sola, la lleva la gente, la radio, el viento. ¿Fuiste a la estancia del amor? me preguntaron en una parada de la Ruta 40. Viajaba por la Patagonia áspera, en el norte de Santa Cruz.

Porque me gustan las historias de amor escuché la de Manuel y Cécile con atención. Primero me la contaron otros. Más tarde, la supe por ellos.
Manuel es un gaucho fuerte. Cincuentilargos, soltero, pocos dientes y muchos inviernos en el pellejo. Peón de estancia, jinete, cazador de pumas. Dicen que era un hombre de pocas pulgas, capaz de sacar un cuchillo en una pelea. No podría afirmarlo. Lo vi usar el cuchillo, pero para cortar milanesas porque Cécile no cocina.

Cécile Domens es francesa, anda cerca de los cuarenta, tiene sonrisa de niña. Fotógrafa, chica independiente, viajera. A los 23 se fue con una amiga a Mongolia. En una feria compraron dos caballos y así recorrieron las estepas más altas de la tierra. En Francia coordina viajes de fotógrafos aficionados. Haciendo un scouting de lugares para el próximo viaje llegó un día a una estancia de Santa Cruz. Sin perder tiempo se fue a conocer el campo a caballo con el gaucho que le asignaron: Manuel Pardo.
Él sin pasaporte y ella con varios llenos de sellos. A los cuatro días estaban juntos y al año siguiente había nacido Laure, una nena preciosa, salvaje, patagónica. Ella le dice Laure y él la Laura.

Manuel no se fue a París y Cécile no se vino completamente a la Patagonia áspera, pero siguen juntos. Ella regresó a Francia con Laure y trabaja allá entre seis y siete meses. El resto del año, durante el verano, viene a la Patagonia y vive con Manuel. Los meses que se queda en el campo recibe grupos de fotógrafos o escribe libros de fotografía.

Primero supe esta historia por otros, después me la contaron ellos, entre mates y bizcochos en una cocina pintada de celeste. Yo anotaba en la libreta y miraba para abajo porque todos teníamos pudor, de preguntar y de contar. Pero en un momento inesperado levanté la cabeza. Justo cuando se miraban con una cara chispeante de deseo, que parecía decir vas a ver cuando te agarre…
En su último libro, Elogio del amor, el filósofo francés Alain Badiou enfatiza el valor de la diferencia. “[…] El amor es verdaderamente confiar en la casualidad. Nos lleva a los parajes de una experiencia fundamental como es la diferencia y, en el fondo, a la idea de que el mundo puede experimentarse desde el punto de vista de la diferencia”.

Un segundo fue suficiente para ver que la historia de amor de Cécile y Manuel estaba viva y era posible. De las otras, de amores imposibles y corazones rotos, tendrán más información los que responden las miles de cartas que llegan cada año a la Casa de Julieta Capuleto, en Verona. Para escuchar esas historias, pañuelos descartables y un buen disco de fondo. Como The Juliete Letters, de Elvis Costello.

Esta columna se publicó esta semana en el diario La Tercera, de Chile.

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Siesta zen en Medellín

Después de almuerzo, dos empleados toman una siesta bajo la sombra de unas guaduas, en un banco circular del jardín zen del Área de Convenciones de Medellín.

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El Ghetto de Roma

El Ghetto de Roma es uno de los más antiguos del mundo, un barrio pequeño, donde vivieron los judíos romanos por más de 300 años. Queda entre la Piazza Venecia y el Tíber. Se construyó después de una bula papal de Pablo IV, en 1555. Por primera vez, una muralla los separó del resto de la ciudad. Había varias puertas que se abrían durante el día y se cerraban por la noche. Los judíos solo tenían permitido ejercer determinadas profesiones, no podían ser propietarios de sus tierras, estaban obligados a usar algo amarillo que los identificara y le debían lealtad al papa. Durante muchos años, con la intención de convertirlos al catolicismo, se los obligó a escuchar la homilía de Pentecostés en el Pórtico de Octavia. Pero dicen que ellos usaban tapones en los oídos.

Via del Portico D’Ottavia, Via Santa Maria del Pianto, Via della Reginella la Piazza delle Cincue Scuole, que hacía referencia a cinco escuelas rabínicas del Ghetto, son lugares para caminar, calles angostas y silenciosas, distintas a otras partes de la ciudad. Quedaron pocas iglesias por esta zona, Santa Maria in Publicolis es una para visitar. Para quedarse un rato sentado en algún pórtico: la Piazza Mattei con su Fuente de las Tortugas.

Hay trattorias donde probar la cocina ebraica (imperdibles los carcioffi – alcauciles– alla giudia), verdulerías, panaderías, cafés y una carnicería kosher, la antigua mercería Botoni, alguna galería de arte, un local de ropa de diseño, una herboristería, camiserías de antes y hasta un templo Krishna.
En la actualidad viven pocos judíos en Roma, pero forman la comunidad más antigua de la ciudad. Camino al río, se ve la gran sinagoga construida a principios de 1900. Un poco más allá, el Teatro de Marcello, donde en épocas pasadas asistían más de 15.000 espectadores. Es anterior al Coliseo, lo hizo Julio César. En verano suele haber conciertos al aire libre. Una importante zona arqueológica rodea el teatro y no se paga entrada para recorrerla.
Trastevere está enfrente, como su nombre lo indica, atrás del Tevere (Tíber). Se puede cruza por el Puente Fabricio y atravesar la Isola Tiberina, una isla en el río Tíber.

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Día Internacional del Turismo

A veces la experiencia real le pasa al turista por al lado y no la registra. ¿O preferirá la experiencia monumental?

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Jardines tropicales

Primavera-flores-jardín -jardines tropicales-Caimán. Esa fue la asociación que hice esta mañana después de editar unas fotos de las islas caribeñas donde un par de meses atrás visité un jardín tropical.

Se llama Queen Elizabeth II -Caimán pertenece a la corona británica- y ocupa varias hectáreas al norte de la isla. En el estacionamiento hay carteles que advierten sobre las iguanas sueltas: «Cuando saque el auto tenga cuidado de que no haya una iguana abajo de de la rueda.

Tiene sectores de luz, pero como buen jardín tropical es penumbroso, lleno de humedad y plantas salavajes. Las mismas plantas que uno llama «de interior», esas que crecen cerca de una ventana en un departamento, en el botánico de Caimán eran grandes y de colores más intesos, como si se expresaran en una dimensión salvaje.

Había pantanos y senderos entre heliconias y flores del paraíso; crotones, rubras, palmeras, helechos y potus. Sí, los potus no son solo de cocina y living, también crecen en el exterior y no parecen de plástico.

Caminando por ahí, atrasada del grupo como me suele pasar, encontré esta planta increíble: indonesian wax ginger (Tapeinochilus ananassae).

Digo que la encontré porque no estaba en el camino, me asomé entre las hojas y la descubrí. La flor medía unos veinte centímetros y era carnosa y dura, quizás por eso lo de wax que quiere decir cera. Primero vi una de color amarillo, un amarillo desteñido más o menos como el del gengibre, ¿será por eso lo de ginger? Seguí avanzando y vi esta roja de la foto, rodeada de otras. Como si fuera una convención de torres rojas.

El tallo se parece al de la caña de bambú y termina en esa especie de panal erguido o ananá rojo. En español se la llama ginger de Indonesia y jengibre piña. Es originaria de Malasia, Indonesia, Nueva Guinea y Australia. Son exóticas en Caimán, pero se adaptaron mejor que muchos de los extranjeros que conocí en la isla.

En momento no había nadie alrededor. Estaba perdida, casi pego un grito de alegría. Buscando el camino de vuelta encontré un pantano florecido. Dije que una foto y listo, pero fueron tres o cuatro.

Me hubiera quedado toda la tarde en el jardín tropical, pero como suele pasar en los viajes de prensa la visita duraba lo mismo que una muestra gratis. Y la camioneta nos esperaba para el próximo sobrecito de shampú, digo actividad.

(Post dedicado a mi amigo Thomas Klesper que cumple años hoy)

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Tempelhofer Park

Berlín es la ciudad más verde de Alemania: el 30 por ciento son parques, con bosques, lagos, ríos y canales.

Como todavía era temprano, ese domingo tomé un metro largo hasta Tempelhofer Park. Después de algunos años de polémica, el antiguo aeropuerto, usado por los nazis y luego para abastecer a Berlín occidental (puente aéreo durante el bloqueo soviético), se transformó el año pasado en un parque público de más de 300 hectáreas, mayor incluso que el Tiergarten.

Todavía está la pista, donde hoy la gente patina, anda en bici y practica carrovelismo y remonta barriletes. En el edificio del aeropuerto se hacen ferias y fiestas electrónicas. Tempelhofer es uno de los tantos espacios abiertos de Berlín. Otra pieza del pasado que no se destruye.

La propia canciller del país, Angela Merkel, declaró: “Para muchos y para mí personalmente, este aeropuerto con su memorial y es un símbolo de la historia de la ciudad”. En los grandes paneles de la entrada se leía la millonaria inversión para recuperarlo, el proyecto arquitectónico y los planes a futuro: en 2017 será sede del Festival Internacional de Jardines.

Hace más de 60 años que terminó la guerra y Berlín sigue en construcción, se reinventa con piezas de su historia.

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Buenos Aires Graffiti (III)

Esta cosecha de arte urbano es de Villa Crespo, Abasto y Palermo.

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La cerradura misteriosa

Era de noche, tarde, pero el romano insistió en ir. No podés dejar Roma sin verlo. Hablaba así, en porteño porque había vivido en Buenos Aires. Vino a estudiar y se fue, dice, cuando una argentina le rompió el corazón.

El centro de Trastevere no estaba lejos, pero todo parecía lejos a esa hora, cuando los turistas ya dormían y Roma olía a flor de azahar. Es que por acá está el Jardín de los naranjos, comentó mi guía, un amigo de una amiga, esa gente que uno no conoce y probablemente no vuelva a ver pero durante un viaje se transforma en mejor amigo.

A pesar del calor que había hecho durante el día, la noche estaba fresca. Caminábamos despacio hacia una puerta cerrada. Adónde me llevará, pensé al ver que esa puerta no tenía pinta de abrirse fácilmente. Al acercarnos, Stefano me contó que estábamos en el Monte Aventino, frente a la sede de la antigua Orden de Malta, formada por caballeros hospitalarios que atendían a los peregrinos que viajaban a Jerusalén.

Cuando estuvimos frente a la cerradura, me animó a espiar. Y se reía. Le hice caso, metí el ojo con desconfianza y me encontré con la cúpula iluminada de San Pedro. Se veía perfecta. Después supe que por esa cerradura se ven tres Estados: El Vaticano, Italia y Malta, que aquí es un Estado soberano sin territorio.

Cuando saqué el ojo, Stefano me miraba satisfecho. Sabía que era un anfitrión de lujo. Antes de irme, volví a mirar una vez más y otra. Traté de ver si no era una lámina o una proyección. Quería cerciorarme de que no era magia.

Al pensar en esa noche todavía siento el perfume intenso de los naranjos, que le da al recuerdo un tono onírico.

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