Svalbard, antes del Polo Norte

El texto que sigue está escrito por Gonzalo Figueroa, un argentino muy viajero -bajó en moto de Los Ángeles a Buenos Aires- que vive hace 17 años en Noruega.  Ha tenido varios trabajos y desarrolló una pasión: dog mushing o correr con perros de trineo. Perros groenlandeses, preparados para dormir en la nieve, a ¡40° bajo cero! Según dicen por allá son más confiables que las motos de nieve.

Gonzalo se pasó seis meses trabajando en las islas de Svalbard, un lugar donde siempre hace frío y la tierra es salvaje. A continuación, historia, presente y turismo del archipiélago de las auroras boreales.

Si el mundo fuera una rayuela, el archipielago de Spitsbergen –tambien conocido como Svalbard- sería el ultimo cuadro antes de llegar al Cielo. Es el ultimo punto del planeta antes de llegar al polo norte, con solo 1000 km de hielo separandolos.

Es un poco más grande que la provincia de Jujuy y uno de los lugares más salvajes de la tierra:  60% de su superficie son glaciares, 30% piedra y solo 10% vegetación. Arboles no hay.  Gente, poca: unos 2000 habitantes que conviven con 3000 osos polares.  Estas islas son administradas por Noruega, aunque las rige un tratado especial que otorga derechos especiales a todos los firmantes –entre ellos la Argentina.

Si bien se sigue discutiendo si los vikingos lograron navegar hasta estas islas hace mas o menos mil años, en el siglo XVI los holandeses llegaron a sus costas.  Tras los descubrimientos del marino holandés William Barents, el archipiélago de Spitsbergen pasoó a ser el centro de la industria ballenera holandesa e inglesa durante el siglo XVII.

La grasa de ballena que era utilizada para elaborar aceite para lámparas, jabón, impermeabilizante de ropa, etc.  En poco menos de cien años la población de ballenas en Spitsbergen llegó prácticamente a la extinción.  Más tarde llegaron los los rusos desde el Mar Blanco y se establecieron como cazadores de osos y zorros para comercializar sus pieles.

Hoy en día son tres los pilares económicos que justifican la población estable de las islas.  El primero y más importante es la explotación de minas de carbón.  Esta actividad data desde principios del siglo XX y explica el nombre de su principal asentamiento: Longyearbyen o ciudad de Longyear.  La “ciudad”, de 1500 habitantes lleva el nombre de John Munro Lonyear, empresario de Boston que estableció la primera empresa minera en 1906.  Actualmente, el estado noruego controla la industria minera y emplea la mayor cantidad de gente en las islas.

Spitsbergen es además un lugar fundamental para la investigación científica ártica.  Su proximidad al polo norte y su acceso relativamente fácil (vuelos diarios desde Oslo), han hecho que Noruega, Rusia, Polonia, China, Korea, Francia, Alemania, Reino Unido, Italia, Japón y los EE. UU. tengan bases permanentes de investigación.

A pesar de estar en la periferia del mundo, la actividad científica en Spitsbergen se desarrolla con la más alta tecnología disponible en laboratorios computarizados sumamente sofisticados.

Allí funciona un banco de semillas, el más grande que existe, que preserva congeladas semillas de todo el mundo, para garantizar la biodiversidad de las especies, proporcionar material de estudio y legarlas a futuras generaciones.

Svalbard es sede de cuatro universidades noruegas confomando la universidad más boreal del mundo, conocida como UNIS.  Cabe mencionar la central de radares SVALSAT quien monitorea satelites en órbitas polares y que transmite información a la NASA y la ESA (Agencia Espacial Europea).  Fueron estos dos clientes los que financiaron el cable de transmisión de informática desde Spitsbergen hasta Noruega continental con una velocidad de transmisión de hasta 20 gigas por segundo.

A pesar de lo inhóspito, el archipiélago de Spitsbergen es un destino exótico y fascinante. Durante el verano, el puerto de Longyear recibe varios cruceros que hacen escala en la ciudad antes de circumnavegar las islas. Como el “National Geographic Explorer” de la revista National Geographic. 

Con apenas 45 km de caminos, los barcos son la forma mas práctica de conocer estas islas durante el verano.   En invierno el turismo se desarrolla en motos de nieve o trineos de perros.  Esta es una tierra salvaje y virgen, cosa que significa que el turismo requiere los servicios de especialistas.  Varias empresas noruegas tienen base en Lonyearbyen y ninguno de ellos puede operar sin un curso y una certificacion especial. Como ejemplo, la presencia de osos polares hace que uno debe estar armado en todo momento como precaución.  Pero son los factores climáicos, -subestimados por varios aventureros que visitan las islas y muy respetados por los lugareños- los que hacen que cualquier visitante independiente con planes de explorar las islas tenga que presentar un seguro de búsqueda y rescate antes de poder comenzar su viaje.

Para los que tienen ánimo de llegar a tierras tan lejanas, las recompensas son enormes. Una geografía única y en estado puro, donde casi no se nota la presencia del hombre. Sí la de osos, zorros, renos, focas y morsas gigantes.  Además, glaciares, auroras boreales y los colores de un cielo jamás visto.

Fotos: Fickr

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Las 9 piscinas de Ed Ruscha

Edward Ruscha es un artista pop de la Costa Oeste de Estados Unidos. La obra 9 swmming pools es de 1968.

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Aquí y ahora

Un par de meses atrás fui a Rosario con una amiga. Salimos un domingo temprano, la ruta estaba despejada. Enseguida dejamos atrás Buenos Aires y se abrió el horizonte amplio del campo. En el auto sonaba el CD Brasilerinho de Maria Bethânia, mientras nos actualizábamos sobre los últimos acontecimientos de nuestras vidas: trabajo, alegrías, proyectos, penas, novios.

¿Hace mucho que no vas? Rosario está tan linda, me habían dicho antes de partir.
Llegamos en poco más de tres horas, comimos algo y directo al Macro, el Museo de Arte Contemporáneo emplazado en un antiguo silo reciclado y pintado de rojo, violeta, amarillo. Había gente tomando sol en el parque con el césped verde brillante, impecable como un parque inglés.

Saqué una foto y tuve el impulso de tuitearla y de contar que en Buenos Aires eso no se ve. Por lo menos no tan verde y sin rejas que lo protejan de los perros y el fútbol. Pero mi amiga me contaba una historia de enredos amorosos y me pareció descortés empezar a escribir en el teléfono. Me aguanté. Al rato la llamó su madre y ahí ¡zas! aproveché para mandar un tuit y enseguida otro. No sin cierta vergüenza. Como cuando de chica me robaba un pan de la cocina, antes de la cena.

Ni bien empecé a tuitear fotos y comentarios del viaje vinieron respuestas de seguidores interesados en el recorrido. Muchos preguntaban, algunos retuiteaban o faveaban (clasificar un tuit como favorito). Otros no decían ni mu pero estaban presentes desde el silencio. Uno hasta me dio las gracias porque sentía que viajaba a través de mis despachos de 140 caracteres. Yo sonreía, a veces por lo que mi amiga contaba… y otras, ejem, por los comentarios que leía en el smartphone.

Por momentos tenía la impresión de ser la guía de una banda de turistas. No podía dejar de mostrarles a mis contactos el Palacio Minetti, la cúpula de la Bolsa de Comercio, las casonas del Boulevard Oroño. En estos teléfonos todo está diseñado para tardar apenas unos segundos en sacar y mandar una foto. Elogio de la inmediatez. Les recomendé que si venían a Rosario subieran por el ascensor del Monumento a la Bandera y no se perdieran el dulce de leche granizado de la heladería Esther. Eso sí, cuando me daba vuelta no había ninguna banda de nada, solamente mi amiga que si me pescaba tuiteando me miraba medio preocupada, medio ofuscada. ¿Por qué lo haces? ¿Te gusta que la gente sepa dónde estás? ¿Es para mostrar que viajas?, preguntó mientras caminábamos por la Costanera.

Me acordé de cuando leí a Paul Virilio. El filósofo y urbanista francés que habla de velocidad de la tecnología, las autopistas de la información, la intimidad como espectáculo, el cibermundo y la perturbación en la relación con el otro. Lo mío ni siquiera era travel streaming (relatar viajes en tiempo real), apenas unos cuantos tuits bastaban para alejarme de la vivencia.

El mediodía siguiente nos encontró almorzando en uno de los bolichitos que miran al Paraná. La boga que nos trajeron era tan grande que alcanzó para las dos. Dorada, carnosa y a un precio lógico. Esto tengo que mostrarlo, pensé mientras sacaba una foto. Diez minutos más tarde estaba encerrada en el baño del restaurante con la vista fija en la pantalla del teléfono, tuiteando la boga.

La experiencia directa había perdido terreno en mi viaje. Lo real –el río, mi amiga, la charla, el museo– compartía plano con Twitter. Como cuando en la tele dividen la pantalla y se pueden ver dos escenas simultáneas. Sin ser del todo consciente, me había convertido en un canal de transmisión y eso era tan importante como el aquí y ahora. ¿El viaje como una aplicación más de una Red Social?

El resto del tiempo que pasé en la ciudad de Fito Páez y Fontanarrosa mandé tuits a escondidas. Hablaba con mi amiga y cuando encontraba un hueco les escribía a mis contactos. Pretendía estar en dos lugares al mismo tiempo. Le pregunté a un follower rosarino en qué bodegón se comía bien y me enteré de un cine arte que esa semana pasaba películas de Hitchcock. También supe que Raymond Carver estuvo en Rosario en 1984 y dio una conferencia en el Jockey Club que, según dicen, fue aburridísima. Aunque de eso no me enteré por Twitter.
En este punto tengo la impresión de que además de evocar una escapada a Rosario o preguntarme sobre los beneficios y límites de una Red Social, esta columna tiene el móvil íntimo de sumar uno que otro seguidor a mi cuenta @carolreymundez

(Prometo tuitear en viaje, aún desde la contradicción).

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En el río piel de león

Cada vez que navegue por el Río de la Plata me va a resonar esta historia que me contó Michel N., buzo táctico y bombero entre otras ocupaciones de riesgo.

Resulta que un día, haciendo un trabajo de buceo en la dársena de inflamables en el Puerto de Buenos Aires, me tocó efectuar la inmersión de la mañana. La misión era a 12 metros de profundidad , tenía que ingresar a tientas unos diez metros en en una cañería de unos 60 cm de diámetro
Al llegar al final de esa tubería me llamaron por el intercomunicador y escuché el mensaje: «¡Ya superficie, ya superficie!»
Evidentemente, las cosas arriba no estaban bien. Rápidamente aborté la maniobra e inicié el escape para después subir. Pero no fue tan sencillo como la teoría indicaba; había tanto verdín en la superficie del tubo que no podía salir con velocidad… se patinaban los dedos.
Al llegar a la boca de salida no pude subir: el peso de los lastres y equipo me mandaron al fondo. De 12 a 14 metros. Como vio que no llegaba el jefe me ordenó: «Al fondo y sin moverse: un buque entró a dique sin aviso». Estamos hablando de un buque propanero de 200 metros de eslora que al ingresar a los diques del puerto, es tanta el agua de desplazan que el río sube temporariamente unos metros.
Recuerdo que sentí la diferencia de presión y también que me acoste en el fondo del río tratando de cubrirme de limo así la succión de las hélices no me llevaba. Me quedé más que quieto, aguantando la respiración, atento
. Cuando me dieron la señal subí a la superficie.

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Caral, ciudad sagrada

Pasó el mediodía hace un rato, pero el calor todavía es intenso. Tendríamos que haber traído un paraguas a manera de sombrilla, como hizo Mario Vargas Llosa cuando recorrió por primera vez las ruinas, después de haber ganado el Nóbel.

Unos 180 kilómetros al norte de Lima, Caral es la ciudad sagrada más antigua de América, Patrimonio de la Humanidad desde 2009.

Por un camino de tierra seca, casi blanca, casi polvo, avanzo hacia las ruinas de la ciudad edificada por los caralinos, 4400 años antes de que existieran los incas. Caral ocupa un área de 66 hectáreas en el Valle del Supe. En esta zona hay otros asentamientos, algunos explorados, como el Áspero y Vichama, y otros por explorar.

Si bien Caral fue nombrada por arqueólogos como Paul Kosok y Carlos Williams mucho tiempo antes, sólo en 1997 la arqueóloga peruana Ruth Shady Solís, que estudia esta zona hace casi veinte años, probó la antigüedad de Caral, comparable a la de las primeras civilizaciones del mundo: Egipto, China, India y Mesopotamia. En ese momento, la cultura Chavín, de los Andes centrales, dejó de ser considerada la más antigua de Perú.
En las ruinas de Caral, como en muchas, es necesario aplicar la imaginación para lograr ver lo que ya no está: una ciudad organizada, con pirámides altas, rituales sagrados y más de tres mil habitantes en acción.

Igor Vela, arqueólogo que trabaja en Caral, me cuenta las herramientas que usan acá: pinceles, badilejo, brochas, carretillas, cucharas, cucharillas, latas. “Lo primero que hacemos es imaginarnos una cebolla”, dice. A través de las mediciones y posteriores excavaciones desvelan las capas que les permiten comprender la distribución espacial de la arquitectura, documentarla y recuperar material, como cuencos de mate, figurines de arcilla sin cocer, instrumentos musicales, restos alimenticios, como hojas de achira, vértebras de anchoveta (pez de la familia de la anchoa), choros y machas; y también restos óseos. Nada de cerámica, esta civilización vivió durante el período precerámico.

Se cree que Caral fue una ciudad-estado, con un sistema social organizado y jerarquizado, y una compleja administración. Los caralinos no fueron guerreros, sí observadores del cielo y los astros, conocedores de arquitectura, ingeniera y música. La mujer ocupaba un rol destacado en la vida social.

Después del Templo del Anfiteatro, donde se encontraron 32 flautas traversas talladas con huesos de pelícano; siguen varios edificios, altares, conjuntos habitacionales, grandes plazas y el sitio de los fogones para uso ceremonial. Allí quemaban achupalla (cardo), textiles y moluscos que traían del Pacífico a la vuelta de las ferias de intercambio. Se cree que Caral era el centro de una red de intercambio que incluía costa, Andes y selva. En sus tierras, regadas por el río Supe, cultivaron algodón, frijoles, zapallo y camote.

A lo largo de los siglos, hubo varios sismos, vientos muy fuertes y huaycos (aluviones) que afectaron el lugar. Sin embargo, los restos de la ciudad siguen en pie. En el recorrido se ven siete pirámides, una de las cuales tiene casi 30 metros de altura. Para la construcción se utilizaban piedras de canteras cercanas unidas con barro.

Antes de irme de Caral conocí a Aldemar Crispín, el arqueólogo jefe. Estaba emocionado, inquieto, sudado. Después de unos minutos, cuando se relajó, habló. Acababa de desenterrar 93 cuentas de concha Spondylus, una ostra marina de color coral. Las encontró adentro de un mate. Las excavaciones en Caral comenzaron en 1996 y continúan hasta hoy, un día de suerte para Aldemar. En realidad, el hallazgo comenzó la semana pasada pero hoy terminó de retirar la “arquitectura” que había arriba, lo limpió “todititito” y pudo ver y tocar las cuentas. Lo vi alejarse a su residencia. Estaba iluminado por la luz ámbar de la tarde y seguramente también por la satisfacción interior.

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Camas de viaje (III)

El verde es mi color preferido, así que en este cuarto de Cracovia me sentí muy a gusto. En las paredes había posters de palmeras y edificios art deco de Miami; era luminoso y gracias al wifi en las noches encontraba los correos que por esos días tanto esperaba. Al lugar lo descubrí de casualidad. Queda afuera de la muralla, en la ciudad nueva. Disfruté cada día de ese trayecto, donde se pasaba desde la Edad Media hasta hoy en apenas unos minutos. Indalo Rooms.

Ay. Cómo me molesta el recuerdo de esta habitación con olor a cenicero. Era en Copiapó, norte de Chile, tierra de mineros donde los hoteles son malos y cuestan carísimos. El lugar estaba casi vacío porque era 18 de septiembre, fiesta patria, y lógicamente la gente se va a la playa. Tanto que esa noche Copiapó era una ciudad fantasma; hasta fue difícil conseguir algo para comer. Volví temprano al cuarto, me acostumbré al olor a pucho y leí un rato largo del libro que está en la mesita de luz: Memorias del desierto, de Ariel Dorfman. Hostería Las Pircas.

Casablanca, este hotel con nombre de película queda en Victoria, Entre Ríos. Llegué con una amiga que tenía otra amiga que trabaja en cine y casualmente había filmado una película ahí. Lo más lindo fue esa luz de la mañana que entró por el ventanal. Y el parque, con piscina, palmeras y plantas tropicales. Hotel Casablanca.

Qué noche. Las almohadas en el piso son un testimonio de la furia. Nada de amor, qué va. Noche de Puna, de soroche. Este muy buen hostal de La Paz no tuvo nada que ver con mi decisión de salir a caminar ni bien llegué a la ciudad, después de aterrizar en el aeropuerto del Alto, a 4000 metros sobre el nivel del mar. Las soroche pills pueden ayudar y mascar coca también, pero una vez que te toma la cabeza solo dan ganas de arrancársela. El personal del hostal fue tan gentil. Hostal Naira.

No dormí en este cuarto de Berlín, aunque me hubiera encantado. Cada habitación es distinta y todas están intervenidas por artistas. Arte Luise Kunst Hotel.

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El cardo ruso

Una vez viajé por La Pampa durante una noche de tormenta. Rutas interiores, de ripio, donde todo es campo y cualquier ciudad queda lejos. Llovía fuerte y caían rayos en medio de los trigales. Daba susto el paisaje, la negrura, los pensamientos.

Así estaban las cosas cuando, de repente, una enorme bola de yuyos irrumpió en la escenografía de David Lynch y se quedó quieta frente a la camioneta. No tenía ojos, pero parecía que nos estaba viendo. Vino rodando, la trajo el viento del medio del campo.

Me explicaron que era un cardo ruso –Salsola kali– también llamado yuyo volador. Es una maleza que crece pequeña pero el viento le suelta las raíces y la arrastra y se va uniendo con otras y crece. Como una bola de nieve en una avalancha. El cardo ruso puede medir más de un metro de alto. A veces se choca con los alambrados como en el caso de la foto de arriba. Otras veces los salta y viaja por los campos de La Pampa.

Para los campesinos de la zona que es una maleza pésima y muy difícil de combatir porque tiene alto poder germinativo y se propaga con facilidad.

Después de la frenada y la sorpresa hubo que parar y bajarse a correrlo. Ojo: el cardo ruso tiene espinas, por eso lo mejor es apartarlo del camino con los pies y no con las manos. Aquella noche le pegué una patada con fuerza. Era enorme y liviano como debe ser una montaña de plumas. Y sí, como viene pasando desde que tengamos memoria, esa vez la tormenta también paró. La mañana siguiente fue radiante y continuó el viaje por el campo pampeano, sin ombúes y lleno de cardos rusos.

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Bellavista, barrio de artistas

Bellavista, Santiago de Chile. El barrio tiene dos límites naturales: el río y el cerro San Cristóbal. Del otro lado del Mapocho baja el promedio de edad -hay por lo menos tres universidades- y también baja el ritmo. La gente parece más tranquila en Bellavista, como de provincia. Y circula una brisa bohemia. Será el espíritu de Pablo Neruda que pasó largas temporadas en La Chascona, una de sus casas, vecina del barrio desde los años 50, cuando el poeta y Premio Nobel de Literatura la construyó para Matilde Urrutia, primero su amante y luego su esposa. Como Isla Negra y La Sebastiana, esta casa de Neruda también se puede visitar y está llena desniveles, recovecos fantásticos y objetos con nostalgia del mar.

Hoy, como hace sesenta años, Bellavista es un barrio de artistas. Pero antes, hace mucho, quedaba lejos del centro de Santiago. Estaba en las afueras y era un lugar marginal, la chimba, que en quechua significa “en la otra orilla”. En el siglo XIX, la construcción del puente Cal y Canto lo acercó y las familias de la aristocracia hicieron palacetes y casas de campo para descansar en un entorno natural. Porque en Bellavista, el cerro San Cristóbal está ahí nomás.

Después del Golpe del 73, el barrio, como el país, pasó años negros. La Chascona fue atacada y la bohemia, silenciada. Con la vuelta de la democracia, el Bellavista renació. Poco a poco se instalaron teatros (hay más de diez), centros culturales (El Mori, de Benjamín Vicuña y Gonzalo Valenzuela es el más famoso), tiendas de autor (Vaga, Bautista Santiago), restaurantes (en Ciudad Vieja, 22 variedades de sándwiches gourmet), galerías de arte (Cian, Bomb, La Galería), negocios para comprar lapislázuli, la piedra nacional chilena, el Patio Bellavista, un centro comercial al aire libre con restaurantes y tiendas de souvenirs (por las noches, Le Fournil, con jazz en vivo), y hoteles boutique. Bellavista también es barrio para el carrete, como le llaman los chilenos a la diversión nocturna. Hay muchos bares, muchísimos, pero hay que pasar por el Constitución.

La calle Constitución lleva al San Cristóbal. Se puede subir en teleférico o en un funicular como los de Valparaíso. Si escucha un grito, seguro que es algún mono. El Zoo de Santiago está ahí. Desde arriba, si no hay smog, excelentes vistas de la ciudad. En general, vienen días claros como el de la foto después de una buena lluvia.

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En marcha

El otro día me contó una amiga que su papá camina de Belgrano a Once dos veces por semana. No tiene que hacer ninguna diligencia. Camina por caminar.

También suelo caminar sin motivo. En lugar de ir en metro o en auto o en ómnibus camino cuarenta, sesenta y más cuadras también. Quizás para hacer ejercicio y también porque me hace bien comprobar que mis piernas son capaces de llevarme. Para estar en marcha.

Trato de andar con la espalda erguida, pero más de una vez me pesco medio inclinada, en una postura parecida a la de El hombre que marcha, la escultura de Alberto Giacometti.

La postura tiene algo de reflexiva; de abatimiento y al mismo tiempo de perseverancia en el paso, en la actitud del cuerpo hacia adelante, la mirada en el horizonte. Leo por ahí que Giacometti vio en su obra el «equilibrio natural de la caminata» como un símbolo de la «propia fuerza vital del hombre». No sabemos de dónde viene ni adónde va, solo que está en marcha hacia el futuro.

Vi la obra en la Fundación Proa. Hay dos versiones, ambas de bronce: una es un poco más grande que un fosforo, y otra a escala humana (1,83 m). La más grande, una de sus esculturas más famosas, tuvo varias fundiciones. Hace un par de años se vendió una  en Sothebys de Londres a 65 millones de libras. Comprador anónimo, por teléfono.

Giacometti en Proa, una retrospectiva imperdible. Hay tiempo hasta el 9 de enero y se puede llegar caminando.

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El Delta, Butler y un cumpleaños

Me invitaron a un cumpleaños en el Delta. Lejos, en una isla a más de una hora en lancha de Tigre. A pesar de los mosquitos de patas largas, me gusta mucho el Delta. Lo veo lleno de nostalgia de Conti, de letanía de sauce llorón y muelles despintados. Casas altas, quietud de siesta, ceibos y río piel de león. Destellos de otra época, azaleas dobles y Butler. Desde que conocí la pintura de Horacio Butler, el Delta también me recuerda a él.

El Delta es una D gigante, verde y llena de islas, arroyos, canales y ríos que drenan la cuenca del Paraná, después de la del Amazonas, la segunda más importante de América del Sur. Al caminar por las islas uno tiene la sensación de hacer pie sobre tierra en movimiento. Y también de estar en un lugar medio secreto.

Escribió Borges: «Ninguna otra ciudad, que yo sepa, linda con un secreto archipiélago de verdes islas que se alejan y pierden en las dudosas aguas de un río tan lento que la literatura ha podido llamarlo inmóvil«.

Hace tiempo que está de moda alquilarse una casa en el Delta para los fines de semana. Algunos, los más extremos se mudan y usan lancha y compran en el almacén flotante y cambian de vida. Pero son los menos.

Horacio Butler, el pintor de los cuadros de este post, era un entusiasta del Delta. Después de una gira por Europa se alquiló una casa-taller sobre el río Carapachay. Corría 1934.

Una vez, una periodista le preguntó por qué el Delta, por qué ese tema, y él le respondió: «Explicar el porqué de los temas resulta tan difícil como aclarar por qué nos enamoramos de una persona y no de otra».

Como en esta pintura expresionista, el Delta también puede ser salvaje. Una tarde de tormenta, una noche de viento y marea alta. Hace algunos años hice un recorrido largo para escribir una nota. Era un día destemplado y frío. Recuerdo que estuve en la casa de un poblador en la Segunda Sección de Islas, un hombre ermitaño que apenas había pisado la ciudad. Se llamaba Segundo y cada tanto me aparece su imagen extendiendo la mando para despedirse mientras mi lancha se alejaba. De lejos se veía como un náufrago que había decidido quedarse en la isla desierta. Será porque esa geografía tiene algo de madre protectora.

Sí, que Ng me perdone, creo que partiré un rato antes del cumpleaños. Me dieron ganas de pasar por el MAT a saludar a Butler.

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