Wojtek Grela: de Ushuaia a Lima en bici

Conozco a Wojtek Grela en el ACA de Jáchal, el único lugar por acá para tomar un café express.

Jáchal es la ciudad más importante del oeste de San Juan, la rodean pueblitos mínimos, tierra seca y agrietada, campos de cebollas. Y más allá, las mineras, la cordillera, los glaciares, Chile.

El polaco está en una mesa cerca de la ventana. Escribe en su computadora y le sonríe y parece que en cualquier momento la va a acariciar.

Su bici cargada espera apoyada en una pared, lista para seguir viaje en cualquier momento. Tan rubio, tan extranjero, sin el beneficio de la comunicación, cuánto le quedará afuera en su recorrido «deportivo», pienso llena de prejuicios.

Me acerco a su mesa. Y me encuentro con que el chico tan rubio y tan extranjero habla muy bien español, de hecho decidio venir a América del Sur para practicar el idioma. Me muestra fotos por parajes remotos donde comparte una comida y risas con gente que conoce en el camino. Cono mis prejuicios hago un bollito para quemarlo en la próxima fogata.

Wojtek es diseñador y fotógrafo. Nació en Polonia, estudió estpañol en Barcelona y un día tuvo el proyecto de hacer un viaje en bicicleta. Y lo está haciendo. Arrancó en Ushuaia, el marketinero fin del mundo y terminará en Lima dentro de un mes y poco. Pedalea unos 70 kilómetros por día, «más no puedo por el calor,  porque son rutas empinadas y porque voy cargado».

Casi no entra en las ciudades porque lo que más le gusta de su viaje es lo que hay entre un lugar y otro. Eso que cuando uno va en auto pasa de largo para «llegar».

Lleva más de 30 kilos en la bici: 10 de agua (hace calor y es una zona seca), comida, abrigo y herramientas. Ahora espera que pase la hora de más calor. Partirá otra vez al atardecer y dormirá donde lo pesque la noche. Sale de la ruta, se mete en el paisaje y arma la carpa. No lo ve nadie, no hay peligro. O bueno, quizás un poco, cuando mueve las piedras o levanta la rueda de la bici al día siguiente y aparece un escorpión.

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Malimán de Abajo

Malimán de Abajo está antes que Malimán de Arriba y después que Angualasto. Oeste de San Juan, cerca de la cordillera. Por acá la tierra es tan seca que se agrieta y parece que se empezara a descascarar. Como la piel muerta.

Hoy es un día de semana de febrero y hace calor. La iglesia está cerrada, igual que la escuela y las dos únicas casas. Cuatro y media de la tarde, no hay sonido de humanos. Allá atrás duerme un perro.

Golpeo las manos en una casa a ver si sale alguien. La excusa es pedirles la llave de la iglesia, pero me gustaría conversar un rato, saber qué hacen, cómo se vive en un caserío mínimo.

Golpeo las manos pero no sale nadie. Espanto unas moscas que revolotean cerca de mi boca y vuelvo a aplaudir con ganas, como si terminara de ver una obra de teatro buenísima. Nada. Abro la tranquera de la iglesia, me trepo a un tapial, veo el lecho de un río seco en el horizonte y vuelvo a la casa donde golpée las manos a ver si alguien se levantó. Qué cosa seria que es la siesta.

Estaba a punto de atravesar el patio y probar con un «Hola» cuando se acerca una pareja por la calle de tierra. Él es alto corpulento y trae una oveja. La lleva con una cadena, como si fuera un perro. Ella es bajita, regordeta y tiene un balde de hierro en la mano. Los dos usan sombreros de ala ancha.

Se llaman Martín Marinero y Mercedes Paredes, y donde estaba golpeando es su casa. Y no dormían, qué va, para nada, se habían ido a buscar agua a un pozo para darle a unas vacas porque hace dos meses que se rompió la toma y no tienen agua para riego ni para los animales.

Su casa está pegada a la escuela rural, donde vienen 22 chicos de toda la zona y se quedan toda la jornada. Hablamos a la sombra de un molle, ese árbol alto que da la falsa pimienta. Me cuenta Mercedes que trabajó durante veinte años en la cocina de la escuela hasta que al final logró que la nombraran en la planta permanente y hoy tiene un cargo.

También hace dulces, seca duraznos, tiene zapallos, granadas y manzanas. En un momento le pido la llave de la iglesia y me dice que no la tiene, que quizás el vecino de enfrente, su vecino más cercano, pero que no está segura. ¿Nunca le preguntó? Me dice que no, que ella no habla con nadie (?), que va de su casa al trabajo y del trabajo a su casa. Es decir que en el día no llega a dar ni una vuelta a la manzana. Nos reímos.

Su marido que nació y vivió toda su vida no solo en Malimán de Abajo, sino en la misma casa donde estamos ahora -pegada a la escuela- agrega que cuando era chico ¡llegaba tarde a clase!

Antes de despedirnos le pregunto cómo se llama ese chivo que tiene de mascota y que ahora pasta entre la alfalfa. Entonces responde, muy serio: Cuchillo. ¿Y quiere saber el apellido? Parrilla.

Y después se ríe con ganas y cinco o seis dientes, medio escondido abajo de su sombrero made in China. Debe andar cerca de los sesenta pero lo veo como el chico que llegaba tarde a clase.

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A navegar

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MUSA, el museo subacuático de Cancún

A pesar del envión de las patas de rana, avanzo lento entre las olas. Es un día ventoso y el Caribe está un poco revuelto. Cuando puedo hago foco en el fondo. En este momento, nado sobre una enorme bomba de tiempo. Redonda y con una mecha en una punta, me recuerda a las de Tom y Jerry. Está a unos cinco o seis metros, sobre el lecho marino. Y me tranquiliza saber que no va a estallar.

La bomba de tiempo es una de las más de 400 esculturas que integran el MUSA, el Museo Subacuático de Arte que hace un par de años se crea en los alrededores de Cancún. El verbo en presente es porque continúa en formación: este verano sumergirán otra tanda de esculturas. Así hasta llegar a mil.

El coleccionista de sueños perdidos, El hombre en llamas, La jardinera de la Esperanza, La Última Cena, las esculturas tienen escala humana, son de cemento y están distribuidas en varias galerías submarinas: el Parque Marino Nacional Costa Occidental de Isla Mujeres, Punta Cancún y Punta Nizuc.
¿Por qué?, ¿para qué?, me pregunto mientras paso sobre un hombre hundido que mira tv echado en un sofá, con una lata de gaseosa en la mano y una ramita de coral en el ojo. Todo menos el coral es de cemento, y el objetivo es ése: que vuelva el coral.

Según estadísticas de las Naciones Unidas, desde décadas pasadas se ha perdido más del 40% de los corales naturales y los científicos predicen una pérdida permanente del 80% para el año de 2050. La sobrepesca, el exceso de visitantes y los efectos del cambio climático y los huracanes provocaron el debilitamiento de los arrecifes de coral. El objetivo de estas esculturas es formar un arrecife artificial, que atraerá esponjas, corales y otros microorganismos. En muchas de obras se han plantado gajos de corales de fuego.

El artista inglés que construyó las esculturas, Jason deCaires Taylor, que ya hizo otro museo submarino en la isla volcánica de Granada, debe ser un tipo sin demasiado ego. A medida que la flora submarina avanza, las obras de arte tienden a desaparecer. Pierden los rasgos, cambian de color, se van cubriendo de corales abanico, estrellas de mar. Las rodean manta rayas, las atraviesan caballitos de mar y cardúmenes de pequeños peces espada. Según ha declarado, DeCaires apunta a una simbiosis entre el hombre, el arte y la naturaleza. Y también busca mostrar la amenaza que enfrenta el océano.

Con la atención concentrada en los nuevos arrecifes artificiales, el Gran Arrecife Mesoamericano, el segundo de mayor tamaño en el mundo, puede descansar y regenerarse sin la presión de los visitantes.
En las distintas galerías del fondo del mar se pueden ver un VW escarabajo o vochito, como le llaman en México, y también a varias personas que viven Cancún y que Taylor tomó como modelos. Como “el Rosario”, su primer profesor de español cuando llegó a Cancún, Joaquín, un pescador local o Lily Chacón, en quien se inspiró para esculpir La Mujer embarazada.

Además del recorrido artístico, durante la excursión de snorkel es fundamental estar atento para descubrir los ojos de una raya camuflada en el fondo del mar, la boca que parece pintada de rojo del pez loro, una langosta agazapada en una roca. Después de un rato, vuelvo al barco, donde sigue la música latina y los marineros me ofrecen algo fresco para tomar.

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De corazón

Foto: Andrea Knight

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Tibia y Tombuctú

[…] Una vez juntos podíamos partir. Viajábamos de hueso en hueso, de continente en continente. A veces hablábamos. No decíamos frases, ni palabras cariñosas. Decíamos partes del cuerpo y lugares del mundo. Tibia y Tombuctú, Labios y Laponia, Oreja y Oasis. Los nombres de las partes del cuerpo se transformaban en apodos cariñosos; los de lugar, en contraseñas. No estábamos soñando. Sencillamente nos convertíamos en el Vasco da Gama de nuestros cuerpos. Prestábamos mucha atención al sueño del otro; nunca lo olvidábamos. Profundamente dormida su respiración era un oleaje. Me llevaste al fondo del mar, me dijo una mañana al despertar.

No nos hicimos amantes. Apenas éramos amigos y no teníamos mucho en común. A mí no me interesaban los caballos, y a ella no le interesaba la Prensa Libre. Cuando nos cruzábamos en la escuela no teníamos nada que decirnos. Pero no nos preocupaba. Nos dábamos un beso, en el hombro, en el cuello, nunca en la boca, y seguíamos nuestros caminos separados, como una pareja de personas mayores que trabajaran en el mismo centro. Pero en cuanto oscurecía , siempre que podíamos, quedábamos para volver a hacer lo mismo: pasar la noche en los brazos del otro y, así, partir, irnos a otro sitio. Una y otra Vez.

Berger, John «5.Islington» en Aquí nos vemos, Buenos Aires, Alfaguara, 2006, pp.114

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En las reservas de África, mejor desde el auto

Un link de Twitter me llevó a la noticia de una turista gravemente herida en una reserva de Sudáfrica por bajarse del auto en un safari. Quería una foto con los rinocerontes y al parecer el dueño de la reserva la incentivó a acercarse. Cuento corto: está en el hospital con una cornada en la espalda.

Enseguida recordé una anécdota de hace unos años en el Parque Nacional Hwange, en Zimbawe. Algunas reservas son tan grandes que uno se puede pasar varios días recorriéndolas. Esa vez, viajábamos con R en un auto alquilado. Ya habíamos dormido en dos refugios, si mal no recuerdo ese era el último día. Habíamos visto una manada de elefantes tan unida que parecía una sola piedra gris, jirafas que se abrían de patas como bailarinas para tomar agua, hienas comiendo carroña, una leona con su cría al atardecer, cebras y cientos de impalas. Él manejaba y yo tenía en la mano una guía con fotos de los animales que podían aparecer y sus características principales. Habíamos salido temprano, no eran más de las 7. Todo indicaba que sería un buen día. Hasta el charco.

Cuando nos encajamos el agua llegaba a la mitad de la rueda. Cruzamos en segunda con ganas, pero el barro no quiso. El auto no se movía. Nosotros tampoco. ¿Qué hacemos? No había celulares. Y no en los parques no está permitido bajarse del auto por el riesgo de los animales salvajes sueltos. ¿Cómo avisamos? ¿Patrullarán el parque? ¿Cuándo? ¿Una vez por día? Ni siquiera estábamos en la ruta principal sino en un desvío donde había más posibilidades de ver animales. ¿Teníamos comida? Un paquete de galletitas y unas bananas.

Esperamos.

Al principio hablamos, recordamos que la noche anterior había llovido, pensamos que en la entrada deberían habernos avisado, puteamos. Casi peleamos.

Después esperamos sin hablar.

Pasó una hora y otra más. En un momento, de repente, como esas lluvias de verano que se forman de un minuto a otro, nos cansamos de esperar. Decidimos caminar hasta el circuito principal y pedir auxilio al primer auto que pasara.

Juntamos lo que consideramos «lo más importante» (pasaporte, plata, cámaras, galletitas), lo metimos en una mochila, nos miramos asustados y bajamos del auto. Después del golpe de las puertas todos los sonidos se volvieron sospechosos. Incluso el silencio daba desconfianza.

Dimos un paso y otro y uno más. Estábamos a unos 50 metros del auto cuando escucho que se quiebra una ramita. Un sonido seco que se detuvo ni bien nos dimos vuelta. Un búfalo, un guepardo agazapado, un león, una jauría de perros salvajes, todos los animales posibles pasaron por mi cabeza y se unieron en uno inmenso y despiadado, que rugía y barritaba y graznaba.

Un segundo más tarde corríamos al auto. El pique de mi vida, los 50 metros más veloces.

Ya en el auto, volvimos a respirar y nos reímos. Por la ventana no se veía ningún animal salvaje, ni siquiera aves. Pero sentíamos que habíamos sobrevivido y no nos moveríamos del Mazda hasta que nos rescataran.

En algún momento, no mucho tiempo después, un safari de lujo tomó ese desvío y nos vio. Manejaba un negro tan elegante que parecia más un actor que un conductor. Se bajó, miró, por supuesto que no tocó nada ni atinó a empujar. Por su handy avisó a los guardaparques y al rato vino un tractor que nos sacó y nos cobró unos 40 dólares la gauchada (con factura).

– ¿Hubiera sido muy peligroso si nos bajábamos del auto? -le pregunté esa tarde a un guardaparques.

– Igual que la ruleta rusa.

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Arte precolombino en el Museo Larco Herrera

El Museo de Arte Precolombino Larco Herrera tiene una colección de 55.000 piezas que incluye huacos, textiles, oro, momias y una impactante muestra de cerámica erótica (el huaco de la foto es uno de los más leves). Es la mayor colección privada de arte peruano precolombino del mundo. Y, a diferencia de muchos, las piezas no están puestas en una vitrina como las masitas en una confitería. En el Larco hay un guión curatorial y muchísimo trabajo en cada sala. Después de varios años de restauración, se reinauguró el año pasado con nueva entrada, galerías, restaurante y jardín tropical. Es mejor dedicarle tiempo, una vez ahí dan ganas de quedarse toda la tarde.

En este museo limeño uno se asoma a la cosmovisión andina en la que hay tres mundos en constante movimiento: el de las divinidades, que queda allá arriba y lo representan las aves; el terrenal, de los vivos, y el mundo de los muertos, que viven abajo, y lo simbolizan las serpientes. Pero también, de ese mundo subterráneo, y aquí aparece el concepto de dualidad, surgen los alimentos, como el maíz, tan usado en las culturas del antiguo Perú y en la actualidad. En el último viaje conocí el maíz canchita, viene tostado como los maníes y siempre dan ganas de pedir más.

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Abrazos de fin de año

Estoy leyendo Visto y oído, las nuevas crónicas de viaje de Hebe Uhart. En una de ellas se encuentra, en Santiago, con los escritores chilenos Alejandra Costamagna, Alejandro Zambra y Diego Zúñiga y los hace hablar de sus mañas, miedos, viajes que salieron mal, libros que leen en viaje, anécdotas. Hay una  mínima, muy apropiada para esta fecha:

«Yo quería tener la experiencia de pasar el año nuevo solo, sin abrazos, sin brindis de medianoche. Tenía diecinueve años y quería tener esa sensación. Entonces me fui a Valdivia para estar solo, y a las doce de la noche la dueña de la pensión me vino a abrazar. Justo lo que no quería, los abrazos de fin de año«.

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Lima, con causa


Qué poetas los limeños que llaman panza de burro a su cielo nublado, causa a una papa rellena, huarique a una fonda sin glamour pero con cocina buena y barata, y suspiro a un postre dulce. Lima, una ciudad de poetas y escritores. La ciudad donde se edita Etiqueta Negra, la mejor revista de crónicas de Latinoamérica. La ciudad donde surgen editoriales jóvenes e independientes, como Estruendomudo, Calato y Matalamanga.

Comí una deliciosa causa en el Bar Cordano, ahí nomás de la iglesia San Francisco. Fundado en 1906, en sus mesas tomaron café presidentes y famosos, y siempre hay personajes urbanos. Un diputado, una banda de música compuesta por maestros retirados o, como me pasó ese mediodía, con un cirujano plástico con corbata violeta que operó a una niña que había nacido con el síndrome de la sirena (las piernas unidas). Antes de irme, el doctor me dio su tarjeta: de un lado se veía la imagen de la bebe con sirenomelia; del otro, la niña caminando sonriente. En el bar, también había turistas y limeños, circulaban sándwiches de jamón del País, pisco sour, causa rellena y café. Había música de bandoneón y un bullicio agradable.

A pocas cuadras, en el Pasaje Escribanos, la Librería El Virrey, especializada en libros peruanos, un clásico de la ciudad que hace un par de meses inauguró una sucursal en Miraflores.

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