Tarde de sol, recetas, cuentos y conservas

El otro día vi How to cook your life, esa peli de Doris Dörrie en la que un monje aplica la sabiduría zen en la cocina. Dice en un momento que cuando uno cocina no sólo cocina, también trabaja sobre uno mismo y sobre los otros.

Enseguida me acordé de Natalina y de ese sábado de sol y conservas en la casa de Eloise. Por el bien de todos voy a desencriptar la frase anterior. Hace un par de semanas tomé una clase de conservas en la casa de Eloise Alemany, editora de libros de cocina. La maestra fue Natalina Piccolo, una siciliana que vive hace unos años en Argentina. No es chef, su conocimiento viene de las mujeres de su casa. Ella las vio cocinar desde chica, las ayudó y ese saber empírico es lo que transmite en sus clases.

Llegué a las once. Era un día de sol fuerte, un veranito en pleno otoño. Crucé un pasillo largo hasta la última casa, la del fondo. La luz se colaba por las las ventanas y por la claraboya. Iluminaba tazas de porcelana antigua, plantas suculentas y un paisaje con bosque pintado al óleo.

La mesa estaba puesta, mantel a cuadros rojo y blanco. El resto de las alumnas ya tenía puesto su delantal. En el cuadro que sigue en mi memoria pelo peras para hacer una mermelada de pera y jengibre. La cocina era amplia, así que al mismo tiempo se lavaban tomates perita para hacer conserva de tomates.

No nos conocíamos de antes, pero rápidamente se entrelazaban historias y recetas. Había una física, una química -¿quién hubiera pensado que los científicos cocinan?- y muchas ganas de lavar, pelar, cortar poner al fuego. Circulaban cuchillos y nadie se quejó por picar las cebollas para hacer el chutney (hubo ojos llorosos, como corresponde).

Los frascos hervían en una cacerola enorme y Natalina contó de cuando vivía en Sicilia y una vez al año se reunía toda la familia para preparar la conserva de tomate para la pasta, para la pizza y ¡para todos! Cuenta que en un día preparaban unos 400 frascos. Se hacía a mediados de agosto, cuando los tomates napoletanos (perita) están gorditos, jugosos, llenos de sabor. Había que levantarse al alba, lavar, pelar, sacar el jugo, escurrir y enfrascar con una ramita de albahaca. Después, cada integrante de la familia tenía tomate para el resto del año.

Más o menos lo que hacíamos nosotros, y aunque el Mediterráneo estaba lejos del barrio porteño de Coghlan por un segundo me pareció sentir una brisa marina y un eco de tanos hablando a los gritos en un patio.

Alguien por ahí se fijó que la pera cambió el color, estaba más oscura, había que bajar un poco el fuego. Tiene que hervir dulcemente, dijo Natalina.

Para el chutney de cebolla las semillas de cilantro son vitales y de clavo poco, dos o tres para que no invada todo. En algún momento, entre conserva y conserva, comimos pasta, hablamos de Venecia y de la Toscana, de recetas de famiglia. Nos encontré tan italianos. Y recordé a una amiga romana que me habló de lo importante que es la comida para ellos. «Es tan simple y contundente como esto: cuando las mujeres están en la misa, lo más probable es que estén pensando en el pranzo (almuerzo) de la domenica».

Me fui de la clase de cocina inspirada, como cuando vuelvo de un viaje, y con cinco frascos de conservas que ya hibernan en mi despensa. Tengo ganas de que llegue el frío solo para abrir los tomates y que traigan un vaho de verano y madurez.

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Chiloé, la isla grande

Los podría llamar continentes. No los del mapa, otros. Más íntimos, de una geografía personal. Son lugares a los que llego y ya quiero volver. Aún sin haberme ido.

Eso me pasó en Chiloé, la isla grande de Chile. La del curanto, los mitos, las supersticiones, los campos verdes y las iglesias de madera.

En este número de la revista Lugares escribo y saco fotos de la isla. Esta de la tapa es de los palafitos de Castro.

Los palfitos son casas edificadas sobre pilares, altas y con dos entradas: una que da al mar y otra a una calle. Hasta hace algunos años fueron viviendas sociales para pescadores. Había más de mil en la isla, pero el terremoto del 60 destruyó varios.

Con la llegada de las salmoneras, a mediados de los noventa, se produjo un cambio cultural fuerte. Ya no hay tantos pescadores artesanales y sí muchos empleados en los criaderos de salmón y mariscos, y en la extracción de algas.
Cambiaron los trabajos, el paisaje, las costumbres. Los pescadores dejaron los palafitos, que enseguida entraron en la mira de artesanos, chefs y hoteleros con ánimo de rescatar el patrimonio chilote y mostrarlo al turismo.

En la foto se ven también las tejuelas, la piel de las casas de Chiloé. Todo esto y mucho más en la revista de mayo.

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Turismo zen en pueblos mínimos

Vengo de un viaje por pueblos chicos. Donde la siesta es sagrada, no hay café expresso y el único museo puede pasar varios días cerrado porque a la mujer que lo atiende le duele la garganta y solo ella tiene la llave. Pueblos a los que se llega por caminos de ripio, y donde los habitantes pueden no tener agua pero ven el noticiero de las ocho y saben cómo está el tráfico en los accesos principales a la Capital Federal. Aunque les quede a más de mil kilómetros, aunque no hayan ido nunca.

Los pueblos de los que vengo quedan en el oeste de San Juan, en Argentina. Pero se repiten en muchas partes. Con otro marco natural y otras gentes vi lugares así en Uruguay, Chile, Perú, Ecuador, la India. Los pueblos mínimos no tienen un atractivo contundente. No hay cataratas ni playas increíbles ni un parque nacional. Apenas aparecen en las guías y nunca llegan al 99% de ocupación. Como las fotos que saca un amigo, son lugares de belleza difícil.

Me acuerdo de la tarde que llegué a Huaco. De no haber sido por una mosca que revoloteaba insistente en el parabrisas hubiera pensado que avanzaba sobre un pueblo embalsamado. Cuatro de la tarde y en Huaco todo estaba quieto. Las persianas bajas y el perro dormido a la sombra de un molle. No había brisa ni gente en la calle. Los timbres sonaban pero nadie salía a ver quién llegaba. Mal pronóstico para encontrar un lugar donde comer. Ni restaurante, ni comedor ni despensa abierta, solo un kiosco con una heladera sin helados y dos computadoras donde un par de adolescentes jugaban a la guerra. Terminé comiendo unas galletas de animales parecidas a las que se venden en los zoológicos, y un yogur.

No, a los pueblitos alejados no hay que pedirles nada. En el menú se lee pasta, pero no llegaron a amasarla y hasta el jueves no habrá; el centro de artesanías no abre los sábados; el hotel cerró porque los dueños son suizos y no vuelven hasta octubre y el último temporal rompió un tramo de ruta y hay que tomar el desvío largo.
En un viaje por los pueblos mínimos lo más sano es aceptar. Las faltas, lo diferente, la lentitud. Aceptar, como dicen que hay que hacer en la pareja y en la vida en general. Nada de recurrir a la queja, de poner el grito en el cielo y enojarse porque la comida tardó casi una hora en llegar. Y mucho menos pedir que cambien. Aceptar lo que hay y lo que no.
Y recibir. El verde vivo de los oasis, las maravillosas vistas de la Cuesta de Huaco, con el río Jáchal que serpentea junto a la ruta 40, los cerros oxidados camino al Paso Internacional Agua Negra, inmensos cielos estrellados, los encuentros con gente que tiene ganas de conversar, y tiempo.

Aceptar y recibir, recuperar lo simple, rescatar el valor de una sonrisa, disfrutar de la naturaleza, se podría hablar de turismo zen.

En Iglesia, uno de los pueblos chicos, encontré a una pareja de viejos que caminaba por la vereda. Las únicas personas a la vista y ya eran más de las cinco de la tarde. La siesta implica cinco horas de limbo y ausencia. Luis Messina era grande, estaba arrugado y tenía los ojos brillantes. En la mano llevaba una honda que no era para matar pájaros, sino para darle unos tiros cortos a su perro cuando se acercaba a la calle.

Le pregunté para dónde iban. Entonces, me contó la historia del reloj.
Una vez hace muchos años acompañó en una cabalgata a la cordillera a alguien muy importante de la embajada de Alemania. Y él se comportó bien y fue un guía notable, eso dijo. Al final de la cabalgata el hombre muy importante se sacó el reloj de la muñeca y se lo regaló. “Viera ese reloj, tenía la hora, el día, la fecha, el año, todo tenía!”. Ayer, trabajando en el campo con el maíz se me perdió. “Culpa mía fue no le ajusté una perillita que andaba floja”. Y ahora vamos con mi señora y si Dios quiere lo encontramos.

Por el pasado, la geografía y el clima estos pueblos son lugares de soledades, vegetación espinosa, historias mínimas y días luminosos. Donde son comunes la fe, las tapias, las imágenes de nostalgia y esfuerzo. Una mañana, en un camino de tierra, vi que se acercaban una mujer, un niño y un hombre que llevaba una bici. Cuando llegaron a la ruta se subieron los tres: él manejaba, ella en el caño con el nene a upa. Seguro que iban a la próxima ciudad, a unos 15 kilómetros.

Vengo de un viaje por pueblos chicos, donde una bici es un tesoro para compartir. Donde las casas son de adobe y las cebollas deliciosas. Donde lo más sano es viajar sin expectativas, abierto a lo que se encuentre en el camino. Pueblos chicos, donde en cualquier momento se abre una agencia de turismo zen. Omm.

(Esta columna se publicó en el suplemento Viajes del diario La Tercera, de Chile)

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De José Watanabe

 

El guardián del hielo

Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.

Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…

El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil.

Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.

No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
yo soy el guardián del hielo.

 

Del libro Cosas del cuerpo, del gran poeta peruano José Watanabe.

(La foto la saqué en Lago Posadas, Santa Cruz. Esa luz, el reflejo, ese momento duraron más o menos lo mismo que el hielo cuando se derrite)

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Noticias del retortuño

A tardes de caramelo en la cocina de la casa de mi infancia, a eso me hace acordar el aroma del retortuño. Apenas se tostaba y era la base del flan. La mejor parte venía cuando nos daban una cucharita y cada hermano se buscaba un rincón para disfrutarla. Como perros con su hueso.

Si no hubiera sido por Víctor Abel Montesino, guardián de la capilla de Achango, no sabría qué es el retortuño. Cuando nos estábamos yendo del templo más antiguo de San Juan, el tipo se agachó, cortó una ramita y al abrir la mano tenía este resortito amarillo.

Montesino vive solo en Achango, quizás por eso cada vez que llega un turista quiere conversar. Muestra frutos, cuenta historias, nos hace subir al campanario. Todas maneras de estirar la compañía o acortar la soledad.

La planta del retortuño es bajita, achaparrada y, como muchas en esta tierra árida, tiene espinas largas, blancas y pinchudas. Me pareció tan curioso el fruto -la forma, el color, el nombre- que junté varios para mis amigos. Hasta ese momento no había sentido el olor. Ya en Buenos Aires, la primera vez que sentí el aroma a caramelo, a vainilla suave no lo creí natural. Pensé que seguramente lo habría guardado cerca de una crema de manos y tomó el perfume. Pero no, busqué otro y después uno más y todos olían a caramelo y me llevaban a esas tardes de flan casero.

Contó Montesino que los antiguos lo usaban para teñir las alfombras y que ahora lo buscan las gitanas para diseñar sus amuletos.

Leí que la planta pertenece al género Prosopis strombulifera y a partir de un mismo pie crecen muchas plantas. El resortito es el fruto, adentro están las semillas que al parecer son verdes. No, todavía no lo comprobé porque es demasiado lindo para romperlo. Además, ya integra la galería de talismanes que uso para escribir.

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Viejas tapias

Viejas tapias porque nuevas casi no hay. Muros de tierra húmeda mezclada con paja y piedras; apisonada, enconfrada y secada al sol. Enorme sol de la cordillera.

En los pueblos del oeste de San Juan y en La Rioja los límites no son pircas de piedra como en el Norte ni alambres como en el Sur. Por acá se usan las tapias, gruesas, resistentes. Separadores de barro que duran toda la vida. Y más que la vida también. Tapias como pequeñas fronteras entre la intimidad de la casa de adobe y el mundo exterior.

Las tapias o tapiales, como se dice en España, se usan hace más de mil años. Hubo tapias en China, en la antigua Roma y en la españa mora. Las usaron los jesuitas y los árabes.

Las tapias se mimetizan con la tierra y parece que siempre hubieran estado ahí. Le dan al paisaje árido un matiz eterno.

Si alguien encuentra tapiales en un terreno es raro que los destruya, en general los aprovecha como paredes para la nueva casa. Eso hizo Lucio Sabattini, y le gustaron tanto que hasta tomó el nombre Las Tapias para su restaurante y hostel de Rodeo. Entre las tapias puso una ventana a los álamos y más allá, el algarrobo.

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Hacia

Todavía no hace frío y Juan de los Pasos avanza por la carretera vacía. El viento de otoño le acaricia las mejillas con cuidado, como si avalara su decisión de partir. Dentro de unos minutos, quizás cuando termine de cruzar el marco de la foto, seguramente refrescará y dudará de lo que está haciendo. Pero el sol no se escondió detrás de las montañas. Todavía entibia el andar, lo acompaña y lo hace sentirse fuerte.

Hizo el bolso ayer a la noche: puso dos pantalones -el de jersey y otro jeans- y la camisa que más le gusta, la roja que le regaló su mamá hace años. Está algo gastada pero es la que mejor le queda con el chaleco marrón.

Cuando trató de levantar el bolso se dio cuenta de que era demasiado pesado. Ya no tiene el físico de antes. Entonces buscó un carrito en el galpón y ató el bolso. Así no le pesa caminar, le quedan varias cuadras hasta la estación de ómnibus.

Las cuadras de campo son largas, ni siquiera son cuadras es campo. Tierra seca, donde crecen algarrobos y molles. Tierra yerma en la superficie y fértil en las entrañas, llena de minerales que atraen a las compañías mineras. Tierra que inspira a los cantores, tierra desnuda.

Atrás de esos cerros hay otros y después otros más. Salir de su pueblo es como salir del fondo del mar. Pero está decidido. Hoy se va. Tiene oxígeno y ánimo de viajar.

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El guardián de Achango

Deben ser las dos de la tarde, el día brilla y hace mucho calor. Me sorprende que la capilla de Achango esté abierta. Es la más antigua de San Juan, construida por los jesuitas y los huarpes hace más de cuatrocientos años. Blanca, pequeña, con campanario y el piso cubierto de alfombras tejidas en telar. Las paredes son de adobe, de casi un metro de espesor. Las vigas del techo son de algarrobo, álamo y retamo, y están atadas con tientos de cuero. En el altar, la imagen de la Virgen del Carmen –su fiesta es el 16 de julio– y en una esquinita bolsas de pétalos de rosa y frascos de miel a la venta.
Enseguida aparece Víctor Abel Montesino, alto, nariz ancha, la cabeza tapada de rulos. Es el único poblador de Achango, nació acá igual que sus abuelos y bisabuelos y sus tatarabuelos enterrados en el templo.

Montesino es el guardián de la capilla sabe la historia del lugar, y también de plantas. Me entero de que ese árbol enorme y de sombra generosa que tengo enfrente es un visco, un tipo de acacia que se da bastante. Ahí están las chauchas del algarrobo macho y hembra, y más allá esos resortitos amarillos: los retortuños. Antes se usaban para teñir la lana, y hoy parece que los buscan las gitanas para preparar sus amuletos.

– ¿Cuál es el horario de la capilla?
– Miré, yo abro a cualquier hora. Si llega gente y estoy, yo abro.

Por el espejo del auto veo que Montesino agita la mano para saludar y después se mete en la casa. Lo acompaña su perro Ciber y nadie más.

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Sentencias del Tata Viejo

Hace poco estuve en Huaco, cuna del poeta Buenaventura Luna, el amigo de Atahualpa, el que le escribió al alagarrobo y cantó estas Sentencias del Tata Viejo.

Todavía se puede visitar el antiguo molino de su familia, su tumba en el cementerio y un monumento. Pero lo mejor no es eso, sino ver y sentir el latido de la tierra reseca y colorada que lo inspiró toda la vida, aún después de mucho tiempo de no vivir más allí.

Pongan el oído paisanos
a lo que voy a decir,
por que les quiero «alvertir»
que del mundo, en el concierto,
les conviene hacerse el muerto
pa’ que les dejen vivir.

(cantado)

Cuatro edades cumple el hombre
al cabo de haber vivido:
la inocencia, en que ha nacido,
poco después, la esperanza,
la dicha, que nunca alcanza,
y por último, el olvido.

Por desdenes en amor
se achican siempre los flojos,
y hay mujer muerta de antojos
que no da consentimiento.
Güena china y perro hambriento,
dicen que sí con los ojos.

Las curanderas de empacho
conocen midiendo ombligos,
otros aprecian el trigo
por el peso de sus granos,
yo digo que es mal cristiano
quien siempre muda de amigos.

El dolor educa al hombre
y es el que lo hace más juerte,
no te quejís de la suerte
ni andés llorando querellas,
que al fin y al cabo, las huellas
llevan todas a la muerte.

(recitado)

La mulata hace jugar
pa’ su amor, en la cocina,
más, cuando vuelve una china
del honor, por sus cabales,
al ñudo son los candeales
y los caldos de gallina.

Cantan poco y comen mucho
gorriones, loros y tordos.
No le hagai los oídos sordos
al hambre de tu aparcero,
como poco, al matadero
llevan antes a los gordos.

El del chancho es mal ejemplo,
imitarlo no debés,
pa’ mi ver vive al revés
por la malicia del hombre.
Que lo engorde, no te asombre,
pa’ comérselo después.

De noche en la pulpería
pasan muchos divertidos,
pero sabe el buen marido
que eso mata la alegría.
Ave que canta de día
busca temprano su nido.

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Cuesta del Viento

Lo del fondo es polvo que vuela arrastrado por un viento furioso. Y el windsurfer, uno de los fanáticos que cree que estos son los mejores días para navegar.

El Dique Cuesta del Viento está en Rodeo, en el oeste de San Juan. Se construyó en 1999 y se llenó con aguas de deshielo. Abajo quedó sepultado un pueblo. Enseguida se convirtió en un lugar de culto para el windsurf y, desde hace algún tiempo, también kitesurf.

Casi todas las tardes del año, entre las 14 y las 19, el viento sopla fuerte, muy. Si el día anterior hubo zonda lo más probable es que sea arrachado, con ráfagas de más de cien kilómetros por hora.

Ahí los windsurfers sacan sus trajes de neoprene, dejan lo que estén haciendo y se van a Puerto de Palos, Lamaral y Fincas del Lago, los tres paradores. Este viento loco se hizo famoso y ya hay gente de varias partes del país y del mundo que pasa varios meses por acá. O que se vino a vivir.

Durante los días que estuve en Rodeo conocí a varios de esos fanáticos. Como Patrick, el suizo de las cabañas Clandestino que navega con un garfio porque le falta una mano.  Y Arturo, un hombre de 82 años con parkinson avanzado, que mientras está en Cuesta del Viento, todas las mañanas, se calza el traje de neoprene y sale en busca de la libertad.

Más historias sobre el dique y los pueblitos del oeste de San Juan, en este número de la Revista Lugares.

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