Río como medicina

«No hay medicina segura para los dolores del alma. Esta señora languidece porque le parece que no la quiero; le doy Río de Janeiro y se consuela».

El Alienista, Machado de Assis, Tusquets Editores.

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Una vuelta por la Bolsa de Buenos Aires

Laura Antonella Veliz, autora del texto que sigue, es estudiante de Ciencias de la Comunicación en la UBA y alumna de mi curso de periodismo turístico. Todavía no sabe qué orientación elegirá, pero después de leer cómo escribe creo que con periodismo andará muy bien.
¿Escribir de la Bolsa? Sí, es raro pero tiene una explicación: Antonella es guía de las visitas que, a propósito, son gratuitas, de lunes a viernes a las 12, 14 y 16. Duran 40 minutos. No hay que reservar, basta presentarse con el DNI en Sarmiento 299.

Uno entra a la Bolsa de Comercio de Buenos Aires y se imagina que verá señores de traje gritando desaforados compro, vendo, compro, vendo, entre una maraña de números y gráficos y pantallas y más números. Uno entra a la Bolsa y quiere Wall Street.

Pero la versión porteña de locura bursátil es otra. Si la visitan no se van a quedar con las ganas de ver los paneles gigantes repletos de columnas de números verdes y rojos que se actualizan desenfrenadamente. Pero acá los gritos son parte del pasado. En su lugar reina la tranquilidad -falsa, seguro- que un puñado de corredores de bolsa enfrentados a sus computadoras puede generar. La tensión los atraviesa con tics, cejas fruncidas, ojos atentos, manos en la cabeza, alguna que otra puteada.


No siempre fue así. Si uno se hubiera acercado a este espacio entre 1984 y 1996, sí podía pedir el combo Wall Street: recinto de operaciones con tecnología, gritos y corredores que entonces sí corrían. Pero si la curiosidad nos traía incluso antes, acá no íbamos a encontrar más que escombros.

Entonces, las operaciones se hacían en el viejo edificio, a tan sólo unos metros del moderno. Los gritos se registraban en minutas que los corredores amontonaban en una cajita de madera. Mientras tanto, los pizarreros, ubicados arriba de una escalera, tiraban de un hilo para levantar la caja, mojaban sus tizas blancas y amarillas en una olla de agua y escribían sin parar.

Este mecanismo, que puede sonar improvisado y hasta rústico, se daba en el marco de un palacio. Pisos de mármol, columnas majestuosas, arañas de bronce bañadas en oro, tapices galo-flamencos del siglo XVI, óleos y copones franceses. El toque final lo da Mercurio. Desde que Alejandro Christophersen ideó este edificio, se asoma desde bustos, grabados y vitraux en una omnipresencia insistente. Después de todo, es el dios del Comercio. Y de los ladrones. Pero esa ya es otra historia.

Puede que la idea de viajar en el tiempo sea un cliché. Pero es difícil recorrer la Bolsa sin sentirse en un pasado-presente tan continuo como frágil. En todos estos años, la tecnología tuvo la ventaja de dar más transparencia y velocidad al mercado. Y hoy es difícil descubrir vida humana en el planeta de las acciones y los bonos. Hoy, el hombre de carne y hueso se esfuma entre el Merval y el Dow Jones.

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Buenos Aires graffiti IV

Cosecha verano-otoño 2013, zona Colegiales, Parque Centenario, Palermo.

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Viajar sola

Este trabajo me acostumbró a viajar sola. A disfrutar comidas, paisajes, encuentros, paseos, atardeceres, museos, sola. En muchos lugares es una modalidad de viaje natural y extendida, a nadie parece preocuparle si uno está solo o acompañado, vestido o desvestido, con un caniche con botas naranjas en brazos o leyendo el Kindle debajo de un árbol.

Me acuerdo la primera vez que estuve sola en Londres. El grupo de prensa con el que viajaba había regresado y yo me quedaba unos días más. El día acompañaba muy bien los paseos y visitas de una turista sola. Pero la noche era más difícil. Más aún si era noche de viernes. Ya había identificado el restaurante indio del Soho donde quería cenar. Pasé una vez, miré por la ventana y seguí caminando. No, no me animaba a entrar. En la mayoría de las mesas había parejas que conversaban y reían. Aunque estas comparaciones no sirven pensé que en Buenos Aires no iría sola a un restaurante de Palermo un viernes por la noche. Esta idea casi me hace desistir. Di media vuelta rumbo al hotel. Uno, dos, cinco pasos y me detuve. Se me había cruzado otro pensamiento, más inspirador, de antiguas viajeras, mujeres valientes. Que recorrieron el mundo en épocas donde apenas empezaban a usar pantalón.

Isabelle Eberhardt, la escritora suiza que en el siglo XIX recorrió África vestida de hombre, la exploradora inglesa Mary Kingsley, la aviadora Amelia Earhart y María Reihe, la arqueóloga alemana que investigó las Líneas de Nazca en 1930. Gracias al espíritu de aventura de esas mujeres terminé esa noche en el Soho frente a un delicioso curry de vegetales.
En América del Sur la película es distinta, sobre todo si la que viaja sola es una mujer. A los habitantes de los pueblos mínimos todavía les resulta inesperado. No es raro que después de una breve charla alguien a quien apenas conocemos indague: ¿Dónde está su marido?

Por eso cuando una amiga me contó que se iba de viaje sola al norte y me preguntó si creía que estaría todo bien le dije que sí, pero que no se sorprendiera si la miraban raro, con una especie de vergüenza ajena porque estaba sola. Y pensé en esa vez que comí en el comedor de un hotel alejado en Tucumán y me sentí culpable por no estar acompañada.

El lugar tenía capacidad para unas treinta personas, pero éramos menos de diez. Me rodeaban cuatro parejas. Una grande y redonda, la del chico down, Patricio, que ya terminó sexto grado “en un colegio normal”, aclaró su madre. Otra: un porteño y una salteña, empleados públicos. Ella hablaba de la reencarnación y los errores de otras vidas que se pagan en ésta. Había también una pareja que se miraba con ojos enamorados. Y la última: un morocho argentino con una suiza de rulos y piernas fuertes. Cada tanto, él me miraba seductor, como si recordara algo que su nueva vida en Europa le quitó.

La mamá del chico down también me miró. Y después me habló. Primero me dijo: “Hola” y segundo: “¿Estás sola?”. Cuando le respondí que sí se quedó muda y bajó la cabeza. Pensé que se pondría a llorar. Tenía en la cara una tristeza lejana que creo que no era por mí.

El comedor tenía cortinas rosas, una chimenea encendida y estatuas de hombres con cabeza de sol. Techo de cardón y manteles púrpuras como el vino salteño. Estábamos a 26 kilómetros de cualquier poblado, en el patio del las Ruinas de Quilmes. Más allá de la decoración y de las miradas sentía una tranquilidad placentera en mi primer día de viaje sola.

El argentino y su suiza pidieron champagne. Se los llevó el mismo camarero que no me traía el pan que le había pedido quince minutos antes. El corcho voló, ellos festejaron y se produjo un silencio áspero y lleno de cabezas que giraron a verlos. El mundo se detuvo unos segundos. Enseguida arrancó otra vez y cada uno volvió a lo suyo. Desde la cocina llegó el golpe seco que alguien le daba a la carne que después nos comeríamos.

– ¿Todo bien señora? –me preguntó el camarero.
Comí pollo la naranja con papas españolas. Comida casera, pretenciosa, rica. Tenía buen sabor, aunque el centro de la pechuga estaba seco como el clima de la Puna. Algunos comensales terminaron la cena y se fueron a la habitación. Ya tarde llegaron tres hombres corpulentos. Como el hotel no estaba cerca de ningún poblado me pregunté de dónde vendrían, cuál sería su historia. No hablé con ellos, pero decidí que eran mineros.

– ¿Algún postre? ¿Higos en alníbar?
– Cuaresmillos, por favor.
Cada vez que se acercaba a mi mesa, el camarero se ponía incómodo, me hablaba mirando a la pared.
– ¿Siempre anda sola? –dijo por fin. Y me volvió a preguntar qué postre pedí porque se le había olvidado.
Después de ese vinieron muchos otros viajes sola. En todos hubo momentos de incomodidad, de emoción, de compartir y de atreverse. Como en la vida.

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«El paisaje sin hombres me revienta» (Roberto Arlt)

[…] Las iglesias antiguas no me llaman la atención. Las casas roñosas del siglo pasado tampoco. Hemos protestado de la estúpida arquitectura colonial, que en nuestro país se ha difundido entre los nuevos ricos, ¿y vamos a empezar a abrir la boca frente a estas casonas oscuras porque están hechas de piedra? Haga el favor. Todas estas casas me parecen muy lindas… para convertirlas en pedregullo.

-¿Sabe que usted es un tipo muy agresivo?

– Soy sincero. No he ido al Museo Histórico ni pienso ir. No me interesa. No interesa a nadie saber de qué color eran las polleras de las señoras de laño cuatrocientos, o si los soldados andaban en patas o con abarcas. Esto es lo que me ha desilusionado de viajar. No daría un cobre por todos los paisajes de la India. Prefiero ver una buena fotografía que ver el natural. El natural, a veces, está en un mal momento y la fotografía se saca cuando el natural está en su mejor momento.

Mi interlocutor tiene ganas de indignarse pero yo insisto:

– Una de dos; o nos engañamos a nosotros mismos y engañamos a los demás, o confesamos que el pasado no nos interesa. Y eso es lo que me ocurre a mí. Otro señor podrá hacer de las iglesias de Río un capítulo de novela interesante. A mí no me parece tema ni para una mala nota. ¿Estamos? Otro señor podría hacer de las callejuelas retorcidas de Río un poema maravilloso. A mí, el poema y la callejuela me fastidian. Y me fastidian porque falta el elemento humano en su estado de evolución. El paisaje sin hombres me revienta. Las ciudades sin problemas, sin afanes y los hombres sin un asunto psicológico, sin preocupaciones, me achatan.

Aguafuertes cariocas, Roberto Arlt, Adriana Hidalgo editora 2013.

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Selva

Ayer me contó una amiga que uno de los nombres posibles para su hija que está por nacer es Selva. Lo escuché y me dieron ganas de volver al Amazonas.

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Tejuelas, la piel de Chiloé

Las tejuelas son tablitas de madera –antiguamente de alerce, por suerte ya no– que se usaban como revestimiento final de las casas. Ciertas casonas, del tiempo en que el ciprés no se protegía sino que se talaba y exportaba, son muy elegantes. Hay tejuelas onduladas, como si fueran olas, otras parecen escamas y algunas son hexagonales como un panal de abejas.

Ancud, Quemchi, Chonchi, Achao, Curaco de Vélez, Dalcahue, Cucao cada lugar tiene casas de madera con tejuelas blancas, rosadas, amarillas, y ventanas con cortinas de encaje.

Me gusta imaginar que atrás de esas ventanas y de esas tejuelas se esparcían los mitos de la isla. Como dijo un profesor de filosofía que encontré en Ancud, una respuesta falsa a problemas verdaderos.
Las tejuelas sirven de aislante para la lluvia casi diaria. Hoy, por ejemplo, amaneció nublado, de nubes gris oscuro. Todo indica que en algún momento lloverá. Por eso me sorprende el camarero en el desayuno:

– Le ha tocado un lindo día.
– Pero está nublado…
– Eso aquí es un lindo día.

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El mito de la Pincoya

Todavía hay pescadores chilotes que en las noches de luna llena o en las madrugadas de verano ven a bailando a la Pincoya sobre las rocas.

Desnuda, envuelta en sus cabellos larguísimos. Es una mujer de extraordinaria belleza, princesa de los mares que simboliza la fertilidad de las costas de la isla.  Baila frente su hombre, el Pincoy, que no puede dejar de mirarla y le canta para que ella nunca termine de bailar.

Según el mito, si la Pincoya baila vuelta hacia la costa será un tiempo de escasez y falta. En cambio, si mira hacia el mar habrá abundancia de peces y mariscos.

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Que haya merkén

 

 

Me gusta el merkén porque pica. No tanto como el chile habanero ni tan poco como la pimienta. Me gusta porque es ahumado y me recuerda a las noches a la intemperie, noches de brasas y abrazos. Noches de vacaciones. Noches largas que dejan el buzo y los pantalones oliendo a humo. Me gusta el merkén porque es probarlo y sentirme adentro de una cocina con estufa a leña, en una casa de adobe.

No entiendo cómo todavía no escribí de esta especia fundamental en mi cocina. Pueden faltar muchas, pero que haya merkén. Y no es asunto sencillo porque el merkén es chileno. Menos mal que hay buenos amigos del otro lado de la cordillera.

Es uno de los productos más antiguos de Chile, parece que se inventó de carambola porque el ají se secaba en una choza donde cocinaba con leña y así se impregnaba de humo.

El ají del merkén es cacho de cabra, un ají picante medio enrolladito, con forma de cacho (cuerno) de cabra. Se seca primero al sol y después al humo, en una parrilla dentro de un galpón. El mejor es del Valle de Lonquimay.

Ahora que lo recuerdo, el último amigo que me trajo fue Francis H. Un golpe de suerte para mi estante de especias. Había olvidado pedírselo, cuando me acordé estaba a punto de salir para el aeropuerto. Entonces hizo lo mejor: tomó su propio frasco de la cocina -la etiqueta dice merkén con la letra de su mujer- lo metió en la valija y listo el pollo (al merkén!)

Lo de Francis fue hace un tiempo. Ya rellené el frasco varias veces. El que tengo ahora es del bueno. Se lo compré en Chiloé a este hombre de la foto, don Juan Morales.

El tipo no solo lo vendía, también lo hacía. Porque el merkén, sépanlo, no es puro ají. Tiene toda una preparación que para algunos es secreta. Pero Juan Morales la comparte. Se le nota en el brillo de los ojos y en la forma de hablar: no es de los que se guardan, es de los que da.

Cuando está bien ahumado y seco el ají se le saca el cabito, se muele en mortero y se le agregan semillas de cilantro tostadas y molidas (entre un 10 y un 20 por ciento) y un poco de sal.

– Pruébelo, señora.

En el puerto de Dalcahue, entre bolsas de ají y hormas de queso casero, Juan Morales me contó que durante mucho tiempo el merkén fue descartado de la cocina chilena porque el olor a humo era olor a «indio». Uno y otros eran discriminados. Después se recuperó, me dijo, y empezaron a caminar para atrás y le sacaron el estigma. Hoy es un producto de exportación. A Juan Morales le gustaba hablar, pero salía la barcaza para la isla de Quinchao y nos despedimos. Pero antes, una foto.

– ¿En serio me quiere sacar una foto? Entonces no soy nada tan pior.

Quiso decir algo así como ojo que todavía estoy bueno. Y soltó una carcajada desde las entrañas, con tanta fuerza que casi se le vuela todo el merkén de la cuchara.

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Amarillos de Atacama

Pau J. viajaba por el desierto y me acordé de ella porque leí una poesía de José Watanabe en donde habla del desierto de su país, Perú. Aunque Pau J. recorría Chile y Bolivia se la mandé. Muchas veces, se sabe, las fronteras no pueden dividir los paisajes.
El correo quedó archivado en elementos enviados y pasaron los días y las tareas. Me pidieron una nota de la selva y unos días después, el desierto estaba lejos.

Pero una tarde llegó la respuesta de Pau J. Me hablaba de paisajes surrealistas, inmensos, sagrados. Paisajes en mutación, escribió. También dijo que recibió la poesía de Watanabe una noche estrellada en la que casualmente escribía en verso.

Y adjuntó estas fotos de un amanecer en Atacama, en un viaje de vuelta de Bolivia a Chile. De un amarillo tan potente que no parece un amanecer más, sino el único amanecer, el amanecer de los amaneceres.

El mail era corto, pero bastó para abrir una ventana en la tarde nublada. Pensé en cuánto me gusta recibir -y enviar- correos durante un viaje.

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