Cuando llamaron de seguridad para avisar que la señora Cortés había llegado al canal, me enredé con los cables del teléfono y estuve a punto de caerme de panza en la alfombra rosada y mugrienta antes de contestar.
La sala tenía tres teléfonos, ninguna ventana, cientos de cables y una mesa larga de directorio con botellas de Coca Cola medio vacías y vasos con restos de café de máquina.
Después de atender el llamado, no supe si ordenar la sala o bajar a buscar a la mujer. Tenía que hacer las dos cosas. Rápido. El tiempo en la televisión vale tanto que no tiene precio.
Vacié la mesa, puse la copa en el centro y salí al encuentro de la señora. Lo mío no fue cortesía. Tenía los minutos contados. El programa ya estaba en el aire y si ella se perdía por los pasillos infinitos de Canal 9, no llegaría a tiempo y Chiche es de los que ponen el grito en el cielo.
Chiche es Chiche Gelblung, un periodista polémico y amarillo que en la época de esta historia, hace más de diez años, conducía un programa que se llamaba Memoria. Salía en vivo, los miércoles de 22 a 23. La promo con los impactantes temas que se tocarían en el programa era simple. El conductor se paraba en el estudio. Llevaba siempre un traje y una corbata chillona que supuestamente combinaba con el pañuelo doblado en el bolsillo del saco. Enumeraba los temas y miraba fijo a la cámara, se apuntaba la sien con el índice y decía “Memoria”.
Chiche no tenía medida. Iba de la eutanasia, con una entrevista exclusiva a un español que pedía la muerte desde su cama de hospital; a las modelos del momento, enfundadas en la última colección de un diseñador en ascenso; a cómo viven los hijos de padres separados. También, mostró la autopsia de un extraterrestre. Su «Memoria» tenía lugar para todo.
A la señora Cortés la encontré en el rellano de la escalera, al lado de un torso de maniquí sin cabeza. La recuerdo alta, cuarentona, con el cabello rojizo y revuelto. Tenía los ojos meticulosamente delineados, por arriba y por abajo. La luz de tubo le profería un tinte verdoso y aspecto asustado. No la juzgo, aún para una mentalista los pasillos del viejo Canal 9 a las diez de la noche daban una impresión más tenebrosa que una casa de espíritus. No podría asegurarlo, pero creo que su nombre era Mirta. O tal vez Marta.
Mientras subimos la escalera de mármol no hablamos. Entramos a la sala de producción. La recorrió con la vista y se sacó el abrigo. Seguíamos sin hablar. Me pidió que apagara la luz y se sentó a mirar fijamente la copa que estaba arriba de la mesa. Me senté enfrente, en papel de jueza.
Esa semana mi trabajo como productora junior había consistido en: llamar a actrices separadas y con hijos a ver si querían contar su experiencia, ir en un remís al Indi Club, donde entrena Boca y convencer a Alphonse Tchami, un africano que comenzaba a jugar en Argentina, para que viniera al programa, y mandar un fax a Alemania tratando de ubicar al hijo de un nazi que había sido encontrado en Bariloche. Este podía ser mi momento de gloria. La señora Cortés había llamado a la producción de Memoria asegurando que podía mover la copa… con la mente.
Cuando se lo conté, Chiche fue claro. Antes de bajar al piso, me miró como miraba al objetivo de la cámara cuando hacía las promo: “Nena, vos quedáte con ella. Si mueve la copa, traéla al piso; si no, decíle que gracias y vení porque abajo hay laburo”, dijo y dio un portazo que dejó temblando a la puerta de utilería.
La luz estaba apagada pero entraban reflejos que le daban a la copa un brillo mágico. Durante unos segundos posé mi mirada en el tallo de la copa, después en el cáliz y en los ojos delineados de Mirta o Marta. En el silencio de la sala retumbaba la máxima de Chiche: “No impidas que la verdad te arruine una buena nota.”
El tiempo en la televisión no tiene precio y, además, es amorfo. La mentalista cortó el silencio espeso. “No sé qué pasa”, dijo. “Hace una hora en casa bailaba como loca, hasta se levantó a la altura de mis ojos”, también dijo.
Volvió a su concentración feroz. Y yo a mi Memoria. De niña una vez jugué al juego de la copa en la oscura casa de campo de las hermanas Troncoso. Hicimos una ronda, y la hermana más grande invocó a los muertos mientras miraba sin parpadear la copa que estaba en el medio. Antes de saber si se movió o no salí corriendo a la luz del día, poseída por el pánico. Esta vez no podía huir. Volví a mirar la copa y por un segundo creí que se movió. Marta o Mirta no dio signos de registrar ese movimiento probablemente porque no existió. Enseguida recordé la otra máxima de Chiche. “La televisión vuelve loca a la gente”.
Miré el reloj y vi que habían pasado 20 minutos de esterilidad telekinética. Me aclaré la garganta y dije como pude: “La copa no se mueve”. La señora Cortés me miró con ojos de fuego. “La copa dijo no, ¿no la escuchaste?”, me preguntó. También dije que no y abrí la puerta para salir de la sala. La copa quedó sola sobre la mesa de directorio, en la noche de canal 9.
Aún vibra la copa quieta, Carolina.
Es lo que hace el relato escrito.
Como el poema de Handke, en el que el palo aún vibra contra el tronco del árbol.
Notable, lo tuyo.