Usaré el pasado. Pasado inmediato, Corona-pasado. Durante los últimos veinte años me dediqué a escribir crónicas de viajes en diarios y revistas. Viajaba por el mundo y volvía con historias. Formaba parte del turismo, un negocio millonario en millones de personas y de dólares. De Mongolia a Vietnam y de Dinamarca a Laos, conozco más de sesenta países. Escribía para entusiasmar a otros a salir a andar. Me pagaban por viajar adonde otros pagaban para ir. Tuve el mejor trabajo del mundo. Tuve. Uso el pasado porque la base del cronista de viajes es estar ahí y eso hoy no es posible.
Hace un tiempo escribí sobre el turismo como una bestia omnívora, un Alien de película capaz de alimentarse hasta de guerras, favelas, cementerios y catástrofes naturales. Un engendro voraz que se recuperaba de todo, donde fuera. De un atentado en Nueva York, de una balacera en Cancún, del escape de un reactor nuclear en Chernobyl, de un terremoto en Santiago de Chile, del Tsunami en Phuket. Caían las reservas durante algunas semanas y, luego, cada lugar regresaba al ocio. Sombrero Panamá, camisa hawaiana y frozen daiquiri. Turismo para todes. Turismo las 24 horas. Turismo prêt-à-porter.
Con la pandemia el mundo volvió a ser lejano como cuando no existían los aviones. Igual que Icaro, el turismo cayó desde lo más alto. Probablemente también se recupere del Covid-19, pero esta vez es distinto. Algo cambió para siempre. Esta vez, la bestia yace en el piso, herida y con graves dificultades para respirar.
Cuando despierte, si lo hace, será otra cosa. Como en las series, hay final abierto. Mientras tanto, en el limbo gelatinoso de la cuarentena, quedan la memoria del viaje –todavía no implantada como en El vengador del futuro– y la imaginación. Sobre eso podría empezar a escribir.
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