En los lavaderos automáticos de París no hay empleados. Uno llega, pone sus monedas, deja la ropa lavando, se va y vuelve a buscarla media hora más tarde. O cuarenta minutos, si usa el secado automático.
Ese día llegué temprano al lavadero del barrio. No había llevado billetes, la máquina sólo aceptaba monedas y no había a quién cambiarle. Así volví a caminar las cuadras que me separaban del hotel, busqué monedas y caminé de vuelta al lavadero.
Cuando entré la segunda vez una persona negra estaba sentada al lado de las máquinas blancas. Era difícil distinguir si era hombre o mujer. Tenía una campera grande con capucha, y estaba leyendo.
No tengo idea de cómo funcionan las maquinas de lavadero automático, entonces fui de un lado a otro, leyendo instruccciones y tratando de ver de dónde sacaba el jabón y qué botón me tocaba apretar primero.
Quizás para evitar que la máquina me comiera un euro o para descubrir si esa persona era hombre o mujer, rompí el silencio con olor a jabón en polvo de la mañana fría.
– «¿Sabés cómo es esto?», pregunté.
Se dio vuelta y me miró con ojos muy tristes.
– «No, nunca lavé en una máquina», me dijo y entendí que no estaba esperando su máquina ni su ropa. Había entrado en busca de reparo, de calor. No podía hablar bien, parecía que tenía un problema en la boca. Se paró, leyó, volvió a leer y me dijo que creía que era así. Y así lo hice.
Todavía no podía distinguir si hablaba con un hombre o con una mujer. Su vestimenta era unisex, igual que su cara. Y tenía una actitud de niño asustado. Se volvió a sentar, se escondió debajo de la capucha azul y fingió que leía.
La máquina ya estaba lavando. Volví a atravesar el silencio enjabonado:
– ¿De dónde sos?
Me contestó que de Cayenne, Guayana, que hace nueve años que está en París. Tardaba en responder, hacía silencios y siempre preguntaba de vuelta. Recién cuando me preguntó si tenía hijos estuve segura de que era mujer. Ella se llama Elisa y tiene 36 años, aunque aparentaba 50. Me dijo que ella no quería tener hijos y le pregunté por qué.
-Porque no quiero.
Me contó que habla con su madre, que tiene hermanos allá y que una hermana se murió. Le pregunté si tenía amigos en París y me contestó que donde vive se cruza con gente y que se dicen bonjour, pero eso es todo. Cada vez que contaba algo, revelaba una cara más de su tremenda soledad. Una soledad que respiran muchos inmigrantes en París y en cualquier lado.
Elisa me dijo que no le gusta el frío, que vino para trabajar, pero que ahora no tiene trabajo. Y no se vuelve porque todavía no es tiempo de volver. Vive en un lugar para gente sin trabajo que cuesta un puñado de euros por noche. Pero no puede pagarlo todas las noches.
– ¿Y cuando no dormís ahí, qué hacés?
– Duermo en un foyer.
Cuando terminó de decir eso, entró en el lavadero automático un hombre joven, apurado, parisino, de unos 40 años. Tenía pinta de divorciado y un hijo de ocho. Era muy ejecutivo y en menos de tres minutos dejó su máquina andando y se volvió a ir. El lavadero era pequeño pero el hombre no nos registró. Pasó al lado nuestro como uno pasa por las salas del Louvre que no le interesan. Sin mirar a los lados, sólo hacia adelante.
El tipo se fue y el silencio no olía a jabón sino a incomodidad. Ya no era tan temprano y la ciudad estaba despierta. Elisa me dijo: «Es hora de partir». Y abrió la puerta de vidrio que la devolvió al frío y a su soledad. Antes de irse me miró otra vez con la mirada más triste del mundo. Más incluso que la de los chicos que se acercaban a la ventanilla del taxi y me decían «hungry hungry» en Etiopía.
me gustó mucho el relato, un lugar donde no hay vida, donde todo es máquina se encuentra una historia tan fuerte, tan real, tan vivida a pesar de la corta edad de la protagonista
QUE SITUACIONES TAN TRISTES, PERO OCURREN EN TODO EL MUNDO, A NADIE LE INTERESA PRESTAR UN POQUITO DE ATENCIÓN A SUS SEMEJANTES, NO SE, UN SOLO GESTO DE BONDAD, ESTOY SEGURA DE QUE ALEGRARIA MUCHOS CORAZONES, PERO NOS HEMOS OLVIDADO DE LO ESENCIAL, SOMOS DESCONFIADOS, Y NO NOS IMPORTA MOSTRAR AMOR AL PROJIMO, HAGAMOS UN ESFUERZO POR NO SER TAN INDIFERENTES, TODOS NECESITAMOS SENTIRNOS AMADOS.