«[…] Tapioca tampoco se acuerda bien de su madre. Cuando ella lo dejó, tuvo que acostumbrarse a su nuevo hogar. Lo que más le llamó la atención fue ese montón de autos viejos. El cementerio de coches y los perros fueron un consuelo. Esas primeras semanas hasta que se fue haciendo a la idea. Se pasaba el día entero metido en las carcasas: jugaba a conducir aquellos vehículos y siempre tenía tres o cuatro perros de copilotos. El gringo lo dejaba. Se fue acercando de a poquito como si el niño fuera un animalito de monte que había que amansar. Empezó contándole la historia de cada uno de esos autos que alguna vez habían transitado calles y hasta rutas larguísimas. Muchos no solo habían ido hasta Rosario, como su madre, sino también a Buenos Aires y a la Patagonia. Brauer había buscado una pila de mapas de rutas del Automóvil Club y, por las noches, después de cenar, le mostraba los puntos por los que, según él, habían andado aquellos vehículos. Con su dedo grueso, manchado de grasa y nicotina, iba siguiendo las líneas y le explicaba que el color y grosor de cada trazo daba cuenta de la importancia de la ruta que ilustraba. A veces el dedo de Brauer torcía bruscamente el rumbo, se salía de una carretera principal para tomar un camino apenas insinuado, una línea más fina que una pestaña que terminaba en un puntito. El gringo decía que en ese sitio el conductor había pasado la noche y que ellos debían irse a dormir.
Otras veces la punta del dedo del mecánico pasaba los saltitos por una línea punteada, un puente levantado sobre un río. Tapioca no sabia lo que era un río, ni lo que era un puente así que Brauer se lo explicaba.
Y otras veces el dedo se movía sinuoso por un camino de montaña. En una ocasión el dedo llegó a donde se terminaba el mapa y el Gringo le habó del frío que jamás conocerían en el Chaco, un frío que lo ponía todo blanco. Allí la carretera, en invierno, se cubría de hielo y el hielo propiciaba la patinada de los neumáticos y los accidentes fatales. A tapioca le dio miedo un sitio así y pensó qué suerte que ellos estaban bien arriba en el mapa y no ahí donde se terminaba el mundo.
El viento que arrasa, Selva Almada, Mardulce, 2012, Buenos Aires
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(La foto es Paysandú, Urugay, en un descampado donde venden cachilas)