Deben ser las dos de la tarde, el día brilla y hace mucho calor. Me sorprende que la capilla de Achango esté abierta. Es la más antigua de San Juan, construida por los jesuitas y los huarpes hace más de cuatrocientos años. Blanca, pequeña, con campanario y el piso cubierto de alfombras tejidas en telar. Las paredes son de adobe, de casi un metro de espesor. Las vigas del techo son de algarrobo, álamo y retamo, y están atadas con tientos de cuero. En el altar, la imagen de la Virgen del Carmen –su fiesta es el 16 de julio– y en una esquinita bolsas de pétalos de rosa y frascos de miel a la venta.
Enseguida aparece Víctor Abel Montesino, alto, nariz ancha, la cabeza tapada de rulos. Es el único poblador de Achango, nació acá igual que sus abuelos y bisabuelos y sus tatarabuelos enterrados en el templo.
Montesino es el guardián de la capilla sabe la historia del lugar, y también de plantas. Me entero de que ese árbol enorme y de sombra generosa que tengo enfrente es un visco, un tipo de acacia que se da bastante. Ahí están las chauchas del algarrobo macho y hembra, y más allá esos resortitos amarillos: los retortuños. Antes se usaban para teñir la lana, y hoy parece que los buscan las gitanas para preparar sus amuletos.
– ¿Cuál es el horario de la capilla?
– Miré, yo abro a cualquier hora. Si llega gente y estoy, yo abro.
Por el espejo del auto veo que Montesino agita la mano para saludar y después se mete en la casa. Lo acompaña su perro Ciber y nadie más.
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