Quizás fue a propósito del último Año Nuevo Chino. O será porque ayer me crucé con una chica que llevaba un conejo en brazos. Era menuda, morena, ojos grandes. Parecía perdida, recién llegada de un pueblo lejano donde se crían conejos. Se la notaba apurada, como si trajera un encargo: entregarle el animal al mago antes de la próxima función. Me recordó a esa adolescente dulce y salvaje de la película El Ilusionista.
¿A qué iba? Ah, sí, a que por una cosa, por otra o porque sí, hoy pensé en el barrio chino de La Habana. Es pequeño, austero, con pocos farolitos rojos, poco brillo y pocos chinos. Encontré una mujer que vendía “animales afectivos” con licencia para viajar. Loros, cotorras y otras aves autóctonas por unos 8 dólares. Le compré fósforos al “fosforero del barrio chino” de la calle San Nicolás. Revolví cajones de libros en la librería Confucio, conversé con los únicos chinos que me crucé, unos tipos de unos setenta años que tomaban fresco en la puerta del edificio del Diario Popular Chino. Y comí un chop suey en un boliche que se llamaba Sabor y magia, en El Callejón de los Cuchillos.
En Cuba quedan unos 400 chinos nacidos en China y alrededor de mil descendientes. Los primeros llegaron a fines del siglo XIX, creyendo que venían a una tierra de oportunidades. Pero al poco tiempo se encontraron cortando caña de azúcar al rayo del sol y con las manos llenas de sangre. Los últimos llegaron a mediados de 1900. Venían con ánimo comercial, pero enseguida quedaron atrapados en una Revolución ajena. Algunos se volvieron, otros habían formado su familia, se quedaron y abrieron restaurantes conocidos más por la pizza que por el chop suey o el chao fan. En su honor, los cubanos acuñaron un dicho que todavía se escucha en La Habana: “Te engañaron como a un chino”.
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El primer lugar al que me llevaron la primera vez que fui a La Habana fue el Centro de Prensa Internacional. La primera persona que me recibió era una regordeta pura sonrisa que se presentó como “la China”. Cuando le observé la cara, descubrí que era real, étnicamente, china. Con el tiempo supe del general Armando Choy, que fue importante en la revolución y a quien no pude entrevistar porque estaba de embajador en Cabo Verde. Aprendí, sin embargo, de la inmigración china a Cuba. Llegaron —o los acarrearon— de las mismas zonas de Quangdong de donde sacaron a los trabajadores del ferrocarril de la costa oeste norteamericana y del Perú. Cantera de chinos para esclavizar. De allí mismo llegó mi padre a una ciudad de la provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1954, como parte de un contingente de expertos textiles (las zonas en cuestión son las legendarias tierras de donde brotó la seda), que llegaron a poner en funcionamiento una fábrica. Desde que lo conocí escrito, mi apellido me planteó preguntas incontestables. Mi apellido es Ng. Nunca puedo pasar desapercibido cuando se trata de decir el apellido. Y en uno de mis viajes a Cuba, país que aún considero la demostración de que es posible mucho de lo que nos convencieron que no es posible, en uno de esos viajes una chica me llevó al cementerio chino. Caramba, hasta había un cementerio. Y entre las tumbas, lo vi. Vi lo que nunca había visto escrito en piedra, en letras latinas: Ng.
Es insolito como los movimientos de los inmigrantes cambia lo largo de los anos, o con las cosas que nos topamos sin siquiera estar involucradas en ellas, en aquellos anos dew 1900 donde estos chinos se fueron de su pais natal buscando alguna oportunidad llegando a cuba pensando que podria ser un paraiso, quedando estos atrapados en esta revolucion sin fin a la cual tiene sometida al pueblo cubano y a los que no lo son, pasando hambre y trabajo, asi cambian los movimientos migratorios, hace anos ibas a cuba por un mejor futuro ahora quisieras no haber ido nunca!