Me gustaron las luces de neón de la vidriera. Decían Rose Mary’s en fucsia y verde, y estaban rodeadas de flores, también de neón. Por eso entré en ese pub de Williamsburg, una zona de Brooklyn que se ha puesto de moda y hoy tiene hoteles y restaurantes y eventos y cafés y negocios de ropa vintage recomendados en las guías de Nueva York.
Williamsburg es un barrio donde es más común moverse en skate que en auto. Pero hoy no voy a contar de Williambsburg. Este post es para Rose Mary.
No había mucha gente en el bar. Algunas mesas de hombres solos, una pareja en el fondo, flores de plástico colgando del techo y un hombre que tomaba. Eddy, escuché que lo llamaban. Tenía una gorra de béisbol negra, una campera motoquera con un fuego bordado en la espalda, cerca de setenta años y una mano que durante un rato largo repitió tres movimientos: acercar el vaso a la boca, empinarlo y apoyarlo otra vez en la barra.
Eddy llevaba la mirada del oeste lejano en los ojos. Parecía que miraba el desierto, aunque estuviera viendo el último video de U2. Podría haber sido camionero, pero seguramente es de Brooklyn y después de trabajar toda su vida en una fábrica, se retiró y no tiene mucho que hacer salvo tomar. Durante todo el tiempo que pasé en el bar de Rose Mary, Eddy nunca dejo de tomar. Una dos, tres, siete cervezas. Sin apuro, casi sin moverse. Ni bien terminaba, apoyaba el chop en la barra y al mismo tiempo siete dólares, dos más del precio de la cerveza. Eran para Janet, la bartender que pasó los sesenta y estaba atenta a poner la próxima cerveza bajo las narices de Eddy. Pero hoy no voy a contar de Eddy. Este post es sobre Rose Mary.
En una punta de la barra, una señora con un pelo enorme, alto y rubio sobre la cabeza se reía con un grupo de gente que la rodeaba. Llevaba un traje celeste, aros dorados y aspecto de abuela. Cuando nos invitó una ronda de cerveza a todos, me enteré que era la dueña de Rose Mary, el bar que llevaba su nombre. El nombre que le puso su padre, que abrió el bar en 1954. Cuando ella tuvo edad suficiente empezó a trabajar en el negocio familiar, el bar, claro. “Teníamos muchos clientes, mi padre trabajaba en una punta de la barra y yo en la otra, cada uno con una caja registradora”, me contó después Rose Mary.
Cuando el padre murió le dejó el bar a ella, que nunca dejo de trabajar.
“Durante años, muchos, más de cuarenta, estuve detrás de la barra, he visto muchas cosas, han pasado tantas historias por delante de mis ojos”. En la mirada de Rose Mary no había desierto. Se veían millones de lucecitas, como si tuviera un cielo estrellado adentro de los ojos. No cualquier cielo: el cielo de Miami.
Ahora, a los 76 años, ya no trabaja detrás de la barra, pero vive arriba del bar y no puede evitar bajar un rato cada noche. “Ya no es como antes. Antes eran todos clientes, ahora no conozco a nadie. Bueno, a casi nadie”, me dijo y lo miró a Eddy que seguía inmóvil, en su desierto privado.
Rose Mary’s – Everybody’s Bar Everyday
Just read the story in my office. Rosemary, what a ladie. Me gusta lo de las luces de Miami en sus ojos.
Busca música de un grupo llamada «Cuarto Oscuro», muy padre.
leo tus posts, para saber en qué andás…!Pareces muy entretenida con todos tus descubrimientos,
!!!!!!!!!!!!!!!
Me encantó este relato. Mucho