Antes de llegar a Oaxaca me contaron dos historias. En ese momento las escuché, pero no pude entenderlas hasta mucho después. Después de probar el mole negro, el chocolate, las tlayudas, el mezcal y los chapulines. Después de caminar entre muros de arquitectura sagrada y comer un plato de jícama con chile en el mercado de domingo en Tlacolula. Después de ver la entrega de una campesina de trenzas largas rezándole en zapoteco a la Virgen de la Soledad, tomar un café y sentir la brisa que sopla en el último escalón de las pirámides de Monte Albán. Sólo cuando dejé Oaxaca pude entender a los viudos de Oaxaca. Los que un día se fueron y pasan la vida extrañándola.
La primera historia era sobre un oaxaqueño que hizo fama y fortuna en el DF. Un hombre tradicional y coherente que de tanto en tanto, ciertos días de sol, era atacado por una nostalgia profunda de su tierra. Esas veces, incluso a los ochenta y pico, se levantaba temprano y con lo puesto nomás iba al aeropuerto, tomaba un avión a Oaxaca, llegaba una hora más tarde, subía a un taxi y bajaba en el Mercado 20 de Noviembre. Ahí, en medio de pasillos angostos y mujeres vestidas con huipil, sentía el olor a chocolate, a quesillo, a mole, a canela, a cacahuate. Respiraba unos minutos con el corazón hecho un nudo. No lloraba porque en México los hombres casi no lloran. Era un tipo ejecutivo así que después de la emoción se sentaba en uno de los puestos de comida y pedía unas enfrijoladas y un café caliente. Daba unas vueltas por el Zócalo, compraba unos chocolates La Soledad y tomaba un taxi al aeropuerto y un avión de vuelta al DF. Cuando sus nietos le preguntaban: “Abuelo, ¿dónde estuvo hoy que se lo ve tan contento?”, él respondía que por ahí, que fue a dar una vuelta, que no pregunten tanto.
La segunda historia me la contó Sergio Casique Zárate, un chofer en Guadalajara. Ibamos camino al aeropuerto hablando de trivialidades cuando le dije que mi próximo destino era Oaxaca. Al tipo se le iluminó la cara, los ojos se le humedecieron. Había nacido en Oaxaca. Tampoco lloró, pero me habló de las tlayudas, de lo bien que le salían a su madre y que a veces se las mandaban con algún pariente. En mi libreta de apuntes anoté esa palabra extraña que hoy recuerdo con cariño. En una de las visitas al mercado, me fijé en la libreta, pedí una tlayuda y vino una tortilla del tamaño de una pizza grande y finita como una cartulina. Arriba se la unta con mole y más arriba va el quesito. Es crocante, liviana y se corta con los dedos. Mientras la comía, esa noche en El Balcón de la Abuela quise volver a Oaxaca. Aún sin haber partido.
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Meta
Me estoy volviendo tú fan. Te expresas muy bien de nuestro país. No sé como llegué a tú blog y ahora que estoy lejos de mi estado Oaxaqueño leer todo lo que escribes sobre mi hermosa región me da orgullo de seguir siendo Mexicano.
saludos y felicidades por tú excelente blog.
casi se me salen las lagrimas pero como dijo en la historia no lloro muy gratos recuerdos mas cuando ablan asi tan bonito de mi lindo estado orguyosamente oaxaqueno ay muchas historias de personas que se enamoran de oaxaca su comida sus tradiciones y gente Dios los vendiga