Pasó el mediodía hace un rato, pero el calor todavía es intenso. Tendríamos que haber traído un paraguas a manera de sombrilla, como hizo Mario Vargas Llosa cuando recorrió por primera vez las ruinas, después de haber ganado el Nóbel.
Unos 180 kilómetros al norte de Lima, Caral es la ciudad sagrada más antigua de América, Patrimonio de la Humanidad desde 2009.
Por un camino de tierra seca, casi blanca, casi polvo, avanzo hacia las ruinas de la ciudad edificada por los caralinos, 4400 años antes de que existieran los incas. Caral ocupa un área de 66 hectáreas en el Valle del Supe. En esta zona hay otros asentamientos, algunos explorados, como el Áspero y Vichama, y otros por explorar.
Si bien Caral fue nombrada por arqueólogos como Paul Kosok y Carlos Williams mucho tiempo antes, sólo en 1997 la arqueóloga peruana Ruth Shady Solís, que estudia esta zona hace casi veinte años, probó la antigüedad de Caral, comparable a la de las primeras civilizaciones del mundo: Egipto, China, India y Mesopotamia. En ese momento, la cultura Chavín, de los Andes centrales, dejó de ser considerada la más antigua de Perú.
En las ruinas de Caral, como en muchas, es necesario aplicar la imaginación para lograr ver lo que ya no está: una ciudad organizada, con pirámides altas, rituales sagrados y más de tres mil habitantes en acción.
Igor Vela, arqueólogo que trabaja en Caral, me cuenta las herramientas que usan acá: pinceles, badilejo, brochas, carretillas, cucharas, cucharillas, latas. “Lo primero que hacemos es imaginarnos una cebolla”, dice. A través de las mediciones y posteriores excavaciones desvelan las capas que les permiten comprender la distribución espacial de la arquitectura, documentarla y recuperar material, como cuencos de mate, figurines de arcilla sin cocer, instrumentos musicales, restos alimenticios, como hojas de achira, vértebras de anchoveta (pez de la familia de la anchoa), choros y machas; y también restos óseos. Nada de cerámica, esta civilización vivió durante el período precerámico.
Se cree que Caral fue una ciudad-estado, con un sistema social organizado y jerarquizado, y una compleja administración. Los caralinos no fueron guerreros, sí observadores del cielo y los astros, conocedores de arquitectura, ingeniera y música. La mujer ocupaba un rol destacado en la vida social.
Después del Templo del Anfiteatro, donde se encontraron 32 flautas traversas talladas con huesos de pelícano; siguen varios edificios, altares, conjuntos habitacionales, grandes plazas y el sitio de los fogones para uso ceremonial. Allí quemaban achupalla (cardo), textiles y moluscos que traían del Pacífico a la vuelta de las ferias de intercambio. Se cree que Caral era el centro de una red de intercambio que incluía costa, Andes y selva. En sus tierras, regadas por el río Supe, cultivaron algodón, frijoles, zapallo y camote.
A lo largo de los siglos, hubo varios sismos, vientos muy fuertes y huaycos (aluviones) que afectaron el lugar. Sin embargo, los restos de la ciudad siguen en pie. En el recorrido se ven siete pirámides, una de las cuales tiene casi 30 metros de altura. Para la construcción se utilizaban piedras de canteras cercanas unidas con barro.
Antes de irme de Caral conocí a Aldemar Crispín, el arqueólogo jefe. Estaba emocionado, inquieto, sudado. Después de unos minutos, cuando se relajó, habló. Acababa de desenterrar 93 cuentas de concha Spondylus, una ostra marina de color coral. Las encontró adentro de un mate. Las excavaciones en Caral comenzaron en 1996 y continúan hasta hoy, un día de suerte para Aldemar. En realidad, el hallazgo comenzó la semana pasada pero hoy terminó de retirar la “arquitectura” que había arriba, lo limpió “todititito” y pudo ver y tocar las cuentas. Lo vi alejarse a su residencia. Estaba iluminado por la luz ámbar de la tarde y seguramente también por la satisfacción interior.