El sábado me desperté inquieta. Era una mañana perfecta para salir a caminar, pero la inquietud no iba por ahí. Como me conozco bastante sabía exactamente qué quería. Caminaría en otro sentido.
Me cambié, bajé al auto y salí para Pompeya.
Empecé a ir al Ejército de Salvación y al Cotolengo Don Orione con mi papá, más o menos a los dieciséis años. Él buscaba instrumental médico y camas ortopédicas y yo me probaba vestidos de fiesta exóticos, chales de seda, guantes, camisas de los años setenta. Me acuerdo de cuando conseguí unas plataformas azul Francia de raso, eran altísimas, hoy no caminaría ahí arriba. Me las puse la última noche del Parakultural, con un vestido largo de seda cruda, que también había conseguido ahí, y un sombrero negro con velo de mi abuela. Despedida pero fiesta al fin. Así vestida o disfrazada fui al los camarines para entregarle a Alejandro Urdapilleta una poesía que le había escrito en máquina de escribir.
Al Ejército íbamos los sábados. Lo peor era la levantada porque cerraban al mediodía y si llegabas después de las 10 los revendedores se habían llevado todo. Eran –y todavía son– galpones helados y oscuros, y había que arremangarse para encontrar un botín en la mugre.
Pasaron muchos años desde que cerró el Parakultural, Alejandro Urdapilleta murió y los tiempos del Ejército de Salvación parecen de otra vida.
Sin embargo, cada tanto me despierto un sábado con ganas de ir a encontrar tesoros. Ya no busco vestidos porque casi no uso; me gusta quedarme en la sección bazar más allá de los platos, fuentes, cucharitas y ceniceros de medio mundo (“Recuerdo de Villa Carlos Paz”), donde están los libros. Son seis o siete cajones rojos y una biblioteca de pared a pared. Para encontrar algo valioso entre Morris West, Arthur Hailey, Susana Tamaro, Silvina Bullrich y textos sobre cómo hacer jabón y una edición vieja de Corazón, de Edmundo D’Amicis y láminas de la cacería del zorro en un bosque inglés se necesita un saber que fui adquiriendo –dicho con modestia, por supuesto, y en gerundio porque nunca se termina de aprender– luego de años de práctica.
El saber consiste en caminar con los dedos. Recorrer lomos ajados, rozar texturas y llenarse los dedos de polvo. Rápido, siempre para adelante, las yemas en acción. La actividad requiere una gimnasia de coordinación: mientras camino sobre los lomos leo el título, pienso si me interesa, leo el autor, pienso si lo conozco, si lo quiero, si me suena, si da para googlearlo. Todo seguido sin dejar de caminar, como si estuviera en la cinta.
El contexto desaparece y la concentración es fundamental para no pasar literalmente por sobre una joya y esto se parece bastante a una meditación en movimiento. No tengo noción de las joyas que habré pisado con la yema del índice o del mayor, pero el sábado a la mañana detecté –del verbo latino detegere que quiere decir hacer visible, descubrir, retirar un cubrimiento, y del que derivan tegumento y detective– algo y en ese instante, se detuvieron los dedos y la mano alzó la sortija. Del Miño al Bidasoa. Notas de un vagabundaje, de Camilo José Cela. Editorial Noguer, Colección El espejo y la pluma, Barcelona (1952).
El Nobel cuenta en este libro y en tercera persona la historia de un vagabundo que anda los caminos gallegos, asturianos, cantábricos y vascos. Cruza ríos, observa, duerme a la intemperie, cree en las brujas, se cruza con otros, apaga su sed en las tabernas y siempre encuentra motivos para echar a andar.
–¿Va usted muy lejos?
–Sí, señor, que yo le voy al fin del mundo, que todavía nadie me dijo dónde está.
Forrado en papel transparente que pide cambio, suave olor al siglo pasado, nada de humedad, 30 pesos, buen estado general.
Caminar con los dedos es un saber en desuso que compensa el alma. Doy fe que lo dominan los pianistas y las que fuimos a las Academias Pitman y escribimos con todos los dedos y sin mirar el teclado. El resto probablemente también, pero no podría dar fe.