Un par de meses atrás fui a Rosario con una amiga. Salimos un domingo temprano, la ruta estaba despejada. Enseguida dejamos atrás Buenos Aires y se abrió el horizonte amplio del campo. En el auto sonaba el CD Brasilerinho de Maria Bethânia, mientras nos actualizábamos sobre los últimos acontecimientos de nuestras vidas: trabajo, alegrías, proyectos, penas, novios.
¿Hace mucho que no vas? Rosario está tan linda, me habían dicho antes de partir.
Llegamos en poco más de tres horas, comimos algo y directo al Macro, el Museo de Arte Contemporáneo emplazado en un antiguo silo reciclado y pintado de rojo, violeta, amarillo. Había gente tomando sol en el parque con el césped verde brillante, impecable como un parque inglés.
Saqué una foto y tuve el impulso de tuitearla y de contar que en Buenos Aires eso no se ve. Por lo menos no tan verde y sin rejas que lo protejan de los perros y el fútbol. Pero mi amiga me contaba una historia de enredos amorosos y me pareció descortés empezar a escribir en el teléfono. Me aguanté. Al rato la llamó su madre y ahí ¡zas! aproveché para mandar un tuit y enseguida otro. No sin cierta vergüenza. Como cuando de chica me robaba un pan de la cocina, antes de la cena.
Ni bien empecé a tuitear fotos y comentarios del viaje vinieron respuestas de seguidores interesados en el recorrido. Muchos preguntaban, algunos retuiteaban o faveaban (clasificar un tuit como favorito). Otros no decían ni mu pero estaban presentes desde el silencio. Uno hasta me dio las gracias porque sentía que viajaba a través de mis despachos de 140 caracteres. Yo sonreía, a veces por lo que mi amiga contaba… y otras, ejem, por los comentarios que leía en el smartphone.
Por momentos tenía la impresión de ser la guía de una banda de turistas. No podía dejar de mostrarles a mis contactos el Palacio Minetti, la cúpula de la Bolsa de Comercio, las casonas del Boulevard Oroño. En estos teléfonos todo está diseñado para tardar apenas unos segundos en sacar y mandar una foto. Elogio de la inmediatez. Les recomendé que si venían a Rosario subieran por el ascensor del Monumento a la Bandera y no se perdieran el dulce de leche granizado de la heladería Esther. Eso sí, cuando me daba vuelta no había ninguna banda de nada, solamente mi amiga que si me pescaba tuiteando me miraba medio preocupada, medio ofuscada. ¿Por qué lo haces? ¿Te gusta que la gente sepa dónde estás? ¿Es para mostrar que viajas?, preguntó mientras caminábamos por la Costanera.
Me acordé de cuando leí a Paul Virilio. El filósofo y urbanista francés que habla de velocidad de la tecnología, las autopistas de la información, la intimidad como espectáculo, el cibermundo y la perturbación en la relación con el otro. Lo mío ni siquiera era travel streaming (relatar viajes en tiempo real), apenas unos cuantos tuits bastaban para alejarme de la vivencia.
El mediodía siguiente nos encontró almorzando en uno de los bolichitos que miran al Paraná. La boga que nos trajeron era tan grande que alcanzó para las dos. Dorada, carnosa y a un precio lógico. Esto tengo que mostrarlo, pensé mientras sacaba una foto. Diez minutos más tarde estaba encerrada en el baño del restaurante con la vista fija en la pantalla del teléfono, tuiteando la boga.
La experiencia directa había perdido terreno en mi viaje. Lo real –el río, mi amiga, la charla, el museo– compartía plano con Twitter. Como cuando en la tele dividen la pantalla y se pueden ver dos escenas simultáneas. Sin ser del todo consciente, me había convertido en un canal de transmisión y eso era tan importante como el aquí y ahora. ¿El viaje como una aplicación más de una Red Social?
El resto del tiempo que pasé en la ciudad de Fito Páez y Fontanarrosa mandé tuits a escondidas. Hablaba con mi amiga y cuando encontraba un hueco les escribía a mis contactos. Pretendía estar en dos lugares al mismo tiempo. Le pregunté a un follower rosarino en qué bodegón se comía bien y me enteré de un cine arte que esa semana pasaba películas de Hitchcock. También supe que Raymond Carver estuvo en Rosario en 1984 y dio una conferencia en el Jockey Club que, según dicen, fue aburridísima. Aunque de eso no me enteré por Twitter.
En este punto tengo la impresión de que además de evocar una escapada a Rosario o preguntarme sobre los beneficios y límites de una Red Social, esta columna tiene el móvil íntimo de sumar uno que otro seguidor a mi cuenta @carolreymundez
(Prometo tuitear en viaje, aún desde la contradicción).