Esta mañana nublada recuerdo a un hombre que nunca fotografié. Lo único que me queda es la imagen que guardó mi memoria y que se modifica cada vez que la veo.
Lo encontré en Nepal, en un trekking de quince días en el macizo Annapurna, en el Himalaya.
El tipo tendría unos cuarenta y cinco años. El pelo por los hombros, con canas y una vincha para que no se le resbalara por la cara. Y muletas.
Lo vi el primer día, a 900 metros de altura, luego una tarde a 2500 y cerca del final, a 4900. Trepó cuatro mil metros con muletas y una sola pierna. Lo acompañaba un porteador que le cargaba la mochila.
La primera vez lo saludé y la segunda también. La tercera nos encontramos en una casa que funcionaba como alojamiento donde los huéspedes comíamos juntos alrededor de una mesa redonda con una estufa abajo.
Era noviembre y hacía mucho frío, cuatro o cinco grados bajo cero. Nos sentamos al lado y conversamos mientras devorábamos –las jornadas de ocho horas de caminata dan hambre– probablemente un plato de arroz. En esta zona del oeste de Nepal, los senderos atraviesan terrazas cultivadas de arroz. Igual que cuando se busca, al caminar los pensamientos también circulan rápido.
Varias veces, mientras subía una cuesta interminable me pregunté por el hombre cojo: ¿estaría cumpliendo una promesa? ¿qué le habría pasado? En un momento de esa cena se lo pregunté. Y me contó. Era hippie en los setenta y, como otros viajeros, quería unir tres destinos míticos que empezaban con K: Karachi (Pakistán), Katmandú (Nepal) y Kuta (Bali, Indonesia). Las tres K.
Cuando se fue de Londres ya se drogaba, pero al llegar a Katmandú estaba perdido. Se inyectaba heroína en las venas de los brazos y cuando dejó de encontrarlas pasó a las piernas. Hasta que tuvieron que cortarle una. Me dijo que salvarse la vida le costó una pierna. Y se rió. Estaba haciendo en ese momento lo que no pudo hacer cuando tenía veinte años y era drogadicto.
Las veces que lo crucé en la caminata se lo veía de buen humor, nunca se quejó de las cuestas larguísimas ni del frío.
Cuando la noche del arroz estaba por terminar, antes de que cada uno se levantara para ir a dormir, me dijo que en voz baja que lo que más le molestó de haber perdido la pierna fue que los médicos no le entregaran su fémur. Le hubiera gustado hacer una trompeta.
No sé bien por qué Piglia citó a Brecht diciendo que sólo quien pierde en los negocios puede convertir la pérdida en principio de construcción. Yo creo que sucede con cualquier pérdida, en los negocios, el amor o lo que sea. Claro que hay que tener espíritu. Pero teniéndolo, sobre los pozos se erigen los mejores mundos.
¡Viva el Espíritu!
Qué lindo comentario, NG. Gracias.
Chino chinito estero que puedas superar tu efernedad
saludo anita