«Continué navegando en aquel barco. El tiempo ya no importaba. Creo que estuve tumbada en el bote durante tres días y tres noches, y sólo remé hacia la orilla algunas veces cuando pasaba por aldeas pequeñas para comprar comida con el dineo que me quedaba. En una de las aldeas había un hombre sentado en una silla de palo en la tienda que parecía vender los alimentos más baratos, esa tienda que siempre buscaba, con la fachada sucia y el letrero roto. Me miró muy serio, pero cuando le sonreí me devolvió la sonrisa. Me dijo algo que no entendí. Pero cuando le contesté en mi idioma, en el que ya había empezado a sentirme extraña, se levantó de un salto y me contestó con un grito en el mismo idioma.
– ¡Mi niña! Eres del mismo país que yo, ¿Qué haces aquí, quién eres, adónde vas? […]»
Tea-Bag, de Henning Mankell, Tusquets.
(En el último post rescaté un recuerdo sobre la confusión que produce no entender. Casualmente, hace un rato me topé con este párrafo que relata la emoción del encuentro entre dos personas que hablan el mismo idioma.)