(Este post no es ecológico ni deportivo)
Toma 1
El centro de San Martín de los Andes está lleno de sorbus en flor, turistas chilenos, familias de vacaciones, casas de pesca con mostradores que exhiben insectos tan perfectos que me imagino que está vivos. Turquesas, rojos, amarillos, peludos, de antenas brillantes y plumas leves como la espuma. Hay muchos más insectos que en el inventario de un museo, más que uno para cada día del año.
No sabemos mucho de pesca, sólo que queremos pescar. Con esta premisa básica es duro asomarse al mundo perfecto de los mosqueros, donde un equipo de mosca cuesta más 200 dólares y cada río tiene sus insectos, sus guías y sus especificaciones. De afuera, el universo de los mosqueros se ve inaccesible. Como el de los médicos o el de los ingenieros. Con fórmulas, saberes, códigos. El tiempo de vacaciones no da para hacer un curso de pesca. Salimos del negocio de pesca sin comprar nada.
Toma 2
El pescador es sordo. De tez oscura, ojos buenos, camisa a cuadros, bajo. Va con su hija de nueve años, que le traduce la conversación esforzando los labios tiernos. Ella tiene un buzo rosa y una sonrisa que ganaría un concurso de sonrisas verdaderas. Hacían dedo en el camino al lago Lolog. Paramos, los llevamos atrás, van a pescar. A pasar juntos la tarde, padre e hija.
Hablamos de pesca, entonces. El pescador sordo escucha nuestra inquietud y responde las preguntas. Entiende más que el vendedor de una casa de pesca. Revela un lugar con pique, cuenta cómo pescar, si caña, mosca, cucharita. Lagos o ríos. El pescador sordo da las coordenadas para armar un tarrito, como pesca la gente de acá. Se baja con su hija de buzo rosa, que lo toma de la mano y juntos caminan hacia el río.
Toma 3
En un supermercado del centro conseguimos los tarritos: una lata de duraznos en almíbar (Arcor), una lata de peras en mitades (Aguaribay). En una casa de pesca, la tanza, una mosca, una cucharita y el permiso de pesca ($ 25 por una semana). El vendedor creyó que teníamos caña. Da cierto pudor hablar de «tarrito» en una casa de pesca. Entonces, lo dejamos que siguiera creyendo.
Toma 4
La Bahía Sin Nombre queda en el lago Paimún. Son cerca de las seis de la tarde, el sol todavía quema. El Lanín está atrás del bosque de coihues, un cono perfecto, alto, nevado. Bajamos con el tarrito, como los niños que llevan el baldecito a la playa. El agua de los lagos del sur está más fría, pero la emoción es parecida. Hay que internarse hasta la cintura y después arrojar la tanza con la cucharita lejos y recogerla rápido para que no se enganche entre las piedras. Una vez. Otra. Y otra más. Se sabe que el éxito de un pescador se apoya en un pilar fundamental: la paciencia. Así que esperamos. Va de nuevo. Una vez, otra y otra más. Cuando la cucharita vuelve brilla con el sol de la tarde y confunde a las truchas. Una grandecita, de más de un kilo, pica y se acerca como una lámina plateada entre las piedras oscuras. Lucha pero no puede: ya tiene el anzuelo adentro. Esto no es catch and release, sino pescar para comer, por eso la pieza no se devuelve. Según el reglamento, en este lago se puede una pieza por pescador. Es una trucha arco iris. Tiene el lomo rosa atigrado. Si la viera un diseñador de modas le copiaría el estampado seguro.
Toma 5
Limpieza, descamado, adobo con limón, cebollita, morrón y ajo. Horno fuerte, 20 minutos. Un poema patagónico.
Mi querida Carol! Un poema patagónico, y una poeta la que lo narra!! Qué hermosa descripción de lo que sucedió.. como siempre, me transporté al sur y casi casi me siento a comer con ustedes!! Mmmmm, congrats! 🙂 I miss ya, still! kisses from up here.