En Berlín hay un museo que se llama Topografía del Terror, en un predio donde entre 1933 y 1945 tuvieron su sede las centrales de la Gestapo, la SS y los servicios de seguridad del Reich.
Hasta ahora fue un museo al aire libre visitado, cada año, por cerca de medio millón de personas. Pero según el artículo que leí el domingo, en mayo de 2010, en coincidencia con el 65° aniversario de la capitulación alemana, estaría terminado el centro de documentación que se construye desde 2007 en Niederkirchnerstrasse 8. En esta página se pueden seguir los avances de la obra en fotos, mes a mes.
A diferencia de otros museos de la memoria situados en antiguos campos de concentración, éste no está oriendado a las víctimas sino a conocer la maquinaria estatal y la logística que utilizó Hitler para llevar a cabo el Holocausto. «Las autoridades de la Fundación Topografía del Terror nos pidieron que mostráramos quiénes eran los perpetradores y por qué lo hacían», declaró el arquitecto Heinz Hallman, a cargo del proyecto.
Más allá de la noticia y de la controversia que puede causar el nuevo foco, me interesa el tema de los museos de la memoria, como lugares de reflexión colectiva sobre el nivel de atrocidad que puede alcanzar la conducta humana. Hace un par de años, se reunieron en Buenos Aires siete directivos de museos de conciencia en sitios históricos y debatieron sobre la misión de estas instituciones, a propósito de la creación del Museo de la Memoria en la ESMA. En esa oportunidad, el director del Terezín Memorial de República Checa, Jan Munk, señaló: «El deber de cada museo es entregar el pasado a la actualidad. Entrar de un modo activo en la enseñanza de los jóvenes. Nosotros lo hacemos con exposiciones, publicaciones, films y programas pedagógicos específicos».
Desde el punto de vista turístico, se considera este tipo de visitas como una «atracción» más. En una guía de viajes puede ser que se le dedique la misma cantidad de líneas a un museo de la memoria que a un mercado de artesanías. Es otro producto turístico, con precio y duración. Algunos lo compran y otros no.
Me acuerdo de los Cheung Ek Killing Fields, en Camboya. Cuando llegué a Phnom Penh, la capital del país, las guía señalaba entre sus destacados: el antiguo mercado, un museo, los campos de arroz, el Mekong, la pagoda de Ounalom y los Killing Fields o Campos de la Muerte, donde fueron asesinados 8985 camboyanos. Ni bien llegué se me acercó un motoquero -los recorridos suelen hacerse en moto- a decirme que me podía llevar hasta ahí y cuánto costaba.
El genocida camboyano Pol Pot ejecutó entre 1975 y 1979 a cerca de dos millones de compatriotas, más del 21 % de la población, porque pensaban distinto. El Campo de la Muerte está a 15 kilómetros de Phnom Penh, la capital. Es una extensión verde, con el pasto crecido, algo abandonado. Cerca de un árbol hay una columna de madera y vidrio, alta, llena de cráneos muy blancos. El día que fui la rodeaban girnaldas de flores anaranjadas. Había algunos turistas dispersos, que hacían un homenaje íntimo a las víctimas. Además de la sonrisa del Bayón, las apsaras danzantes y los templos de Angkor Vat, la imagen de esa columna rígida de cráneos es una de las vivas de ese viaje, que fue hace ya muchos años.
Lo que el motoquero no me dijo, ni dicen las guías ni los folletos en Camboya o Alemania, es que de una visita a estos museos de la memoria se regresa con los ojos hinchados y listo para quedarse el resto del día con dolor de alma.
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