El viernes llovió todo el día en Nueva York, y la japonesa del restaurante donde almorcé me dijo que no fuera al festival del sábado. Que seguro que el viento y el agua tiraban todas las flores de los árboles, que haría frío, que estaría el jardín lleno de barro. Me dijo tantas veces que no fuera, que al final fui.
Llegué por la tarde, después de las nubes de la mañana y la garúa del mediodía. A la japonesa del restaurante le falto decirme que la fila para entrar era de una cuadra. Pero avanzaba rápido y enseguida estuve dentro de la nube rosa que es el Festival Matsuri Sakura, en el Brooklyn Botanical Garden.
En síntesis, este festival es un homenaje a los cerezos, una fiesta para celebrar el cambio de estación, una especie de canto a la primavera. Hanami es la palabra que describe la tradición de ver cada momento del florecimiento de los cerezos. Las primeras flores, las flores de la mañana, la de la tarde, la de la noche, cada una recibe un nombre. Hasta el acto de acercarse a ver el florecimiento de los cerezos tiene un nombre. Se llama hana-gari o sakura -gari.
Gari sinifica perseguir. Perseguir la emoción de ver las delicadas y frágiles flores de los cerezos. Perseguir la primavera. Porque los cerezos anuncian la primavera. Y tienen que ver con lo efímero: sus flores duran apenas dos semanas. El año pasado publiqué algo del Matsuri Sakura en Viajes Libres. Se puede leer aquí y ver un video espectacular hecho a partir de tres mil fotos digitales tomadas durante una semana en el jardín.
El Jardín Botánico de Brooklyn tiene 220 cerezos, parte de los dos mil que donó Japón a Estados Unidos a principios de siglo pasado.
Ayer en el festival estaban todos en flor: los de la explanada de los cerezos y los de la caminata de los cerezos y los que rodean al lago.
En medio de esa nube rosa y del ambiente kawaii hubo performances, workshops de origami, tambores taiko, DJs ultra pop, exhibiciones de azaleas bonsai, tours guiados por el jardín y miles de japoneses lookeados para la ocasión, con pelucas rosas a tono con las flores de los cerezos, con kimonos y algunos también en versión punk, con un martillo de goma negra que les atravesaba la cabeza o con gotas de sangre dibujadas en las mejillas.
Hubo quienes durmieron siestas perfumadas de glicinas acostados sobre el césped acolchado como una alfombra, otros se dieron besos entre las flores -el evento era el marco perfecto para una cita romántica- y todos se sacaron fotos digitales. Muchos, incluso, aplicaron el truco de la lluvia de pétalos moviendo las ramas de los cerezos. Papel picado natural.
No se cuántos japoneses viven en Nueva York, pero ayer en el Matsuri Sakura había miles. Si no fuera por el aroma a hot dog que llegaba desde el gacebo de comida hubiera sentido que estaba en Japón. Por suerte los panchos se terminaron enseguida y la voz dulce de la J-pop star Ai Kawashima me llevó otra vez a Tokio.
Uno de estos días voy a volver al restaurante de la japonesa para contarle que el panorama negro al final fue rosa.