El mole es una salsa barroca, tan barroca y recargada como la iglesia Santo Domingo, la que está al final del andador turístico que cruza la ciudad vieja de Oaxaca. Dicen que aquí hay siete moles –el negro, el amarillo, el coloradito, el verde, el chichilo, el rojo y el estofado–, pero en realidad son muchos más porque no es lo mismo el amarillo serrano que el amarillo del Istmo. Cada uno acepta variantes. No se llegan a conocer ni en una vida, pero una visita sirve para probar algunos, sentir el inconfundible dulzor picoso y entender por qué los llaman manchamanteles. Desde hace unos años se pueden comer en cualquiera de los restaurantes boutique del casco antiguo, con cartas en español y en inglés, y versiones edulcoradas para no quemarse con las llamas apasionadas del chile piquín. O del habanero, dos tipos infernales.
La cantante mexicana Lila Downs, de madre oaxaqueña y padre gringo, canta en su disco La Cantina, un tema inspirado en Oaxaca: La cumbia del Mole. Cuenta que para guisar un molito, “se muele con cacahuate, se muele también el pan, se muele la almendra seca, se muele el chile también la sal, se muele ese chocolate, se muele la canela, se muele pimienta y clavo” y con eso “se mueve la molendera”. Pero si Lila Downs, que sale a los shows con huipil y trenzas hasta las rodillas, hubiera incluido en su tema todos los ingredientes del más tradicional de los moles oaxaqueños, el mole negro, todavía estaría cantando: según los gastrónomos más estrictos el mole negro lleva 30 ingredientes y unas cuantas horas en la cocina.
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