Hace tres años hice un viaje en camión por el sur de Africa. Uno de esos safaris donde se cruzan varios países durmiendo en carpa y visitando reservas de animales salvajes. El viaje terminaba en Vic Falls, Zimbawe. Los alemanes, ingleses y noruegos que venían en el camión siguieron sus recorridos hacia Zambia o Tanzania. A mí me tocó regresar con otros tres periodistas argentinos. El mismo camión con el que habíamos hecho el tour volvía a Sudáfrica vacío y el chofer tenía indicaciones de llevarnos de vuelta.
En la frontera entre Zimbawe y Botswana no había gente y hacía mucho calor. Nos hicieron bajar del camión y cruzar caminando. Antes de ingresar a Botswana había que pasar las suelas de los zapatos por una especie de desinfectante baboso. Del otro lado, nos informaron que la visa que teníamos no era multiple entry y que ya estaba «usada» cuando pasamos hacia Vic Falls el día anterior. Conclusión: tocaba pagar algo así como 120 dólares. Recuerdo que dimos varias vueltas, que protestamos, que hablamos con varios sujetos y les explicamos que sólo atravesaríamos el país en unas horas. Pero no hubo caso.
Un rato después, mientras completaba los formularios de la aduana, me llamó la atención una cajita naranja que estaba llena de algo que daba la impresión de ser gratis. Lo que fuera, estaba en el mostrador de Inmigraciones, frente a todos los funcionarios de la aduana. No se veía bien desde mi ubicación. Me parecía extraño que fueran lapiceras o caramelos. Entonces me acerqué. Y encontré pilas de sobres plásticos como el de la foto. Eran condones femeninos, probablemente obsequiados por alguna ONG. Aunque todo parte de una actitud noble y al parecer es uno de los métodos más eficaces de protección contra el HIV para las mujeres africanas, después de viajar un rato por el continente negro me costó imaginarme a una mujer tomando un condón de esa caja y guardándolo en el bolsillo, atravesada por las miradas de funcionarios y turistas. Quizás por eso la caja naranja estaba llena. Y faltaba poco para el final del día.