Prefiero no hablar de Somewhere, la última película de Sofía Coppola. No es que tenga una razón de peso, es sólo que a los diez minutos de salir del cine ya me la había olvidado.
En cambio, me quedaron algunas fotografías bellas. Como la de ellos dos en la piscina, abajo del agua, llenos de sol y haciendo señas para entenderse. Las imágenes nos llevan a lugares insospechados, lo sabemos. Pues esa me llevó sin escalas a la antigua ciudad termal de Karlovy Vary, en la República Checa.
Unos años atrás estuve ahí por trabajo. Fue un viaje intenso, con poco descanso y bastante calor. Cierta noche me enteré que tendría tres horas libres a la mañana siguiente. Y de repente sentí deseos de nadar, posiblemente para relajarme o quizás por pura rebeldía: para hacer al menos una actividad que no formara parte de una agenda ridículamente larga. Entonces, pregunté en el hotel si había una piscina pública. No sabían. Pregunté en otros hoteles y continué con las averiguaciones hasta que un conserje aseguró que el Hotel Thermal tenía una piscina olímpica de acceso público.
Puse el despertador temprano y caminé hasta el hotel, que quedaba elevado sobre una colina verde. La piscina era enorme y la temperatura del agua, fresca, perfecta. Hice algunas piletas. Nadé espalda y vi castillos y palacios y cúpulas de la época en que la aristocracia europea llegaba a curarse y a reponerse. Hoy, la mayoría de los turistas que caminan por las calles vienen del mundo árabe. Como el chico que después de caminar unas cuadras y conversar, me invitó a visitarlo a Bahréin. No le pregunté adónde porque me dio vergüenza, pero esa noche en el hotel supe que era el país, el reino, perdón, más pequeño del golfo Pérsico.
Quería decir algo sobre aquél momento en la piscina. Al rato de llegar vino más gente. No se llenó porque era grande pero en un momento, mientras hacía la plancha, descubrí que estaba rodeada de voces incomprensibles. Como si alrededor mío hubiera sólo fronteras. Agucé el oído para prestar atención y de repente me asusté. Me sentí sorda aunque podía oír. Creí estar en una película sin subtítulos. Me incorporé y nadé hasta la parte baja de la pileta. Desde el borde, se veía un paisaje de gente que la pasaba bien, para eso no se necesitaban idiomas. Volví a hacer la plancha, a disfrutar del contraste entre la levedad del agua y el entendimiento imposible. Y seguí nadando.
me encantó. dan ganas de hacer la plancha. saludos
Hola, Carol.
Increíble: mirando fotos me encontré con la que nos sacamos un día, en una ruta checa, rodeadas de flores amarillas. Y entré a tu sitio y leí esa plancha en Karlovy Vary… Espero que andes bien. Un abrazo
Hoola Nora
Gran alegría leerte y el recuerdo de esa foto. Gracias. Te escribo un correo. Abrazo.