En los últimos diez días viajé en dos trenes largos y uno corto. El primero fue de Hamburgo a Copenhague y duró toda la noche. Partió a las 23.42 de la estación central de Hamburgo y llegó a las 06.12 a Copenhague.
Me senté al lado de un chileno de 19 años. Yo soy Benjamín y tu cómo te llamai. Una hora después sabía bastante de su vida: que la mamá va al gimnasio, que tuvo miedo de que en Europa lo discriminaran porque es morocho, qué fue a hacer a Alemania, cuántos hermanos tiene y en qué hostel dormiría al día siguiente. Parecíamos cotorras, teníamos sed de español.
El hombre de enfrente trató de leer hasta que dio una pestañada y se le cayó el libro (De animales a dioses, de Yuval Harari) y entonces nos habló. Contó que viajaba a Suecia porque tiene una casa que compró con una herencia de la mujer. Nos mostró una foto de la casa de diez habitaciones rodeada por un lago. Bien podría haber vivido la reina Silvia de Suecia. Él se iba solo, a leer.
La noche avanzaba y automáticamente desarrollamos una coreografía torpe para evitar calambres: cuando las piernas de uno se encogían las del pasajero de enfrente se estiraban. Como si fueran parte de un campeonato de sueño sincronizado, cuatro chinos dormían con la boca abierta del otro lado del pasillo. A las tres de la mañana subió la policía danesa y pidió documentos. Los miraron con detenimiento: está claro que por acá nadie quiere más inmigrantes. Recordé al afgano con el que hablé anoche en un doner kebab de la estación. Se fue de Kabul porque sentía que lo rondaba la muerte. Era soldado y la próxima explosión me podía tocar a mí. Hace cuatro años que llegó a Alemania y no tiene casa, trabaja en negro y vive donde puede hasta que lo acepten como refugiado. Mientras los oficiales daneses revisaban los pasaportes, el alemán comentó que es imposible que todo África entre en Alemania o en Dinamarca. Simplemente no entran, dijo mientras negaba con la cabeza. Afuera, la noche era negra.
El tren corto recorre 20 kilómetros de Flåm a Myrdal, en Noruega. Alguna vez fue útil para los pobladores de la región de Voss, en esta época es alimento de turistas. Me senté al lado de Yifan, una china de 25 años que cursa un máster en Londres. Se hizo una escapada mientras espera que le salga un trabajo de traductora del mandarín al cantonés en una app de idiomas. Es difícil conseguir trabajo en Europa sin visa y no quiero volver a China, hay demasiada competencia. Si no me sale este trabajo aplicaré a una visa para buscar trabajo (job searching visa) que da el gobierno holandés. En realidad, no sé qué voy a hacer, creo que estaba estresada y por eso me vine.
El tren corto tiene siete paradas y se ven las cascadas que bajan de las montañas (hay una central eléctrica en una de ellas). Yifan me pidió que le sacara fotos haciendo la vertical y la medialuna. En la última estación la filmé haciendo tomas de lucha como en la película El gran dragón. Me mostró su Snapchat y nos pusimos orejas de gato, cara de hombre y de bebé. Es hija única, no va a museos y le molesta que digan que en China se come perro.
Escribo esto desde el segundo tren largo. Partió de Bergen a las 11.59 y llegará a Oslo a las 19.05. Está descripto como uno de los trayectos más espectaculares del mundo. Atraviesa bosques de pinos, cruza arroyos de deshielo, cerros nevados, lagos azules, casas con pasto en el techo, montañas de rocas, abedules como en Rusia, iglesias rodeadas de lápidas gastadas y casas de madera pintadas de negro, rojo y amarillo. Además de hermoso, es un paisaje prolijo. La leña está apilada, los rollos para que coman los animales, embolsados y juntos. A las casas no les falta una manito de pintura y no se ven 3CV de los años 70. Creo que es el paisaje ordenado que vi. Incluso lo salvaje luce prolijo.
Hasta que encontré una ventana viajé al lado de un catalán que viene de pasar un año en Islandia como instructor de buceo. Salvo el último día, todo salió perfecto en Islandia. La empresa de buceo le regaló una tarde de spa para despedir el año de trabajo. El catalán dejó las cosas en un locker sin candado mientras lo disfrutaba con su chica y al salir faltaban el móvil y las tarjetas. Dijo que le dijeron que hay una pandilla de polacos en la isla. Si no, te mostraría las fotos del fondo del mar. Sabes, no hay mucha vida submarina porque es demasiado frío, pero hay truchas un pez autóctono, el artikcharr. Javier se llama el catalán y va vestido de negro, la tela ceñida al cuerpo como un traje de neoprene. Me cuenta que mañana se reunirá con un cineasta noruego especializado en filmar bajo el agua. El catalán le va a proponer una idea para hacer una película. Desde que me pasé a la ventana viajo frente a una pareja. Ella se parece a Paula Rego, me gustaría a saber si la pintora tuvo hijas pero no hay wifi. Por la ventana veo canteras, lagos donde se cultiva salmón, túneles largos, muchos túneles, tantos túneles, y pueblos chicos. En el celular, el puntito del tren siempre va por el color verde. Casi todo es verde en el mapa Noruega, menos el cielo que suele estar gris. Yifan, la china, me contó que tiene un amigo que dice que acá el clima es agrio. Hoy hay sol y 20 grados y dan ganas de bailar entre los pinos y esto es la primavera.
El tren anda silencioso, igual que los pasajeros. Algunos hablan bajo pero la mayoría va callada. Los noruegos y su vida interior. Cada tanto se anuncian las estaciones por alto parlante. En cinco o seis minutos llegaremos a un lugar que suena Ooo (luego leeré que eso es Ål) y en dos horas a Muu, que se escribe Gol. El idioma es una frontera, el paisaje comunica. La pareja de enfrente es estadounidense, todavía no descubrí de dónde. El marido de Paula Rego llama a su hija que lo atiende desde Vermont o Texas y le pasa con el nieto. Entonces Paula lo mira en la pantalla y los árboles ya no importan. Le cuenta al niño que están viajando en tren y le dice algo parecido a chucu chuuu chucu chuuu. Qué bien le hace la gente al paisaje.